El secretario federal de Seguridad, Omar García Harfuch, declaró que la explosión en Coahuayana “no fue un coche bomba que hayan dejado y después detonado: hay un conductor y una persona adicional. Ingresan, llegan, se estacionan y es cuando el vehículo explota”.
Y tropezó:
“Estos son delitos de tráfico de armas, no es por terrorismo”.
Con la pena, pero, en ese caso, sería tráfico de plátanos que la camioneta llevaba cubriendo la bomba.
La Fiscalía General de la República, por su parte, el domingo se desdijo de su comunicado del sábado, reconociendo que fue un acto de terrorismo y lo redujo a “delincuencia organizada”.
Una retrocede y el secretario matiza para clasificar el caso en la narrativa rutinaria y cómoda de la guerra entre bandas, pero ocultan lo esencial: murieron dos criminales, tres policías comunitarios y un civil, y de la veintena de heridos, seis siguen internados y 12 con lesiones menores no requirieron hospitalización.
¿Todos ellos son delincuentes? Desde luego no: son pobladores que estaban en la carpintería, la panadería, la carnicería y la paletería que la explosión destruyó.
Para ser terrorismo no es necesario que sus ejecutores difundan manifiestos políticos, ideológicos o religiosos, sino solo provocar terror en la sociedad. Y cuando un vehículo estalla causando muertes y heridos de terceros ajenos al pleito criminal, cuando siembra miedo y se paraliza a una comunidad entera, la lógica del terror está consumada, pese a que el gobierno prefiera esconderla bajo una alfombra semántica.
Decir que el vehículo no fue abandonado por los dos tripulantes es ignorar que abundan casos en el mundo en que los perpetradores son suicidas... o criminales que simplemente se apendejaron.
No disminuye la gravedad, porque la potencia destructiva es la misma y la capacidad de matar al azar también.
La descripción oficial agrega incertidumbre: si el conductor y su acompañante sabían lo que transportaban, se trata de un ataque deliberado, y si no lo sabían es aún peor, porque implica el uso de personas como insumos prescindibles de una maquinaria criminal, capaz de detonar un vehículo en un sitio sensible sin importar cuántas víctimas provocan.
Al reclasificar el evento para sacarlo del terreno del terrorismo, el gobierno deja ver el temor burocrático de abrir esa puerta: si se admite que en México se están cometiendo actos terroristas (no importa si por motivos religiosos, políticos o de control territorial y dominio de alcaldías, como es el caso), el Estado tendría que actuar en consecuencia con protocolos distintos, cooperación internacional, obligaciones específicas y el reconocimiento de que la violencia ha alcanzado un nivel que el discurso oficial ha pretendido negar durante años.
El hecho es que la explosión no distinguió entre criminales, policías comunitarios o transeúntes. La categoría “delincuencia organizada” no alcanza para explicar un fenómeno que trasciende a los grupos en pugna.
Reculan, pero no por rigor jurídico, sino por comodidad narrativa...