En el verano de 1914, Porfirio Díaz fue sacudido por un terremoto que cimbró las bases del mundo que conocía, cuyas ondas de expansión llegaron hasta la villa donde residía con su familia, en el balneario de Biarritz. El terremoto demolió lo que restaba de su obra en su país: ese mes de agosto triunfó la Revolución, sus tropas ocuparon la capital de México, y destruyó también el edificio de la civilización en Europa, donde vivía entonces el exilio, pues ese mes de agosto, asimismo, estalló la Gran Guerra: los prusianos avanzaron hacia Francia, detonaron una conflagración nunca antes vista en Europa. Díaz era un hombre ya grande, un anciano: estaba a punto de cumplir 84 años. Con el derrumbe de su obra, con la desaparición de su mundo, llegaba también el fin de su propia vida. Poco después, él mismo entró en un periodo de letargo que lo llevó a la muerte antes de transcurrir un año, sin más traumas, consolado por los recuerdos de su infancia en la ciudad de Oaxaca.
¿Cuál era el mundo que vio desaparecer ese hombre viejo en aquel verano de 1914? El del siglo XIX, que terminó en México con el triunfo de la Revolución y, en Europa, con el estallido de la Gran Guerra. Díaz es uno de los personajes más polémicos en la historia de su país en parte porque es juzgado, todavía hoy, desde un punto de vista ajeno al de su siglo, que fue el siglo XIX. Sería menos controvertido si lo juzgáramos de acuerdo con los valores que guiaron su conducta, que fueron los valores de su tiempo. Porque fue de hecho un personaje típico de su tiempo. Un tiempo en el que hubo paz y progreso en muchos países de Occidente, como los hubo también en México: construcción de puertos y ferrocarriles, reinados largos y estables como los que simbolizaron la reina Victoria y el emperador Francisco José. Y un tiempo en el que también hubo crueldades y matanzas en muchos países de Occidente, como las hubo también en México: niños que trabajaban en las minas de carbón en Inglaterra, indios que enfrentaban guerras de exterminio en Norteamérica. Ese es el contexto en el que el general y presidente, y al final dictador, debe ser valorado y juzgado.
Díaz sobrevivió a su siglo: fue derrocado por la Revolución, que reescribió la historia del país —en libros, murales y discursos— para justificar el movimiento armado que sentó las bases de un nuevo régimen, opuesto al porfiriato. Ese nuevo régimen mantuvo muchos de los rasgos del antiguo régimen. El sistema político que giraba alrededor de una sola persona fue sustituido por el sistema político que giraba alrededor de un solo partido. Había elecciones, pero todos sabían de antemano quién iba a ser el ganador. Había división de poderes, pero todos sabían que el Legislativo y el Judicial estaban supeditados al Ejecutivo. Había libertad de prensa, pero todos sabían que era limitada. Ambos regímenes, con sus luces y sus sombras, tuvieron semejanzas, a pesar de que mediaba un siglo entre los dos, y ambos gozaron también por mucho tiempo del consenso de la sociedad.
Hemos vuelto a debatir al personaje y al régimen. Qué bueno. Lo hemos hecho desde hace ya más de tres décadas, pero de manera más intensa en los últimos años. El debate no ha sido propiciado por el Estado, sino por los historiadores y por la propia sociedad, aunque hubo un intento desde el gobierno a mediados de los 90, intento que fracasó, para acercar la historia oficial escrita en los libros de texto a la historia que está documentada en los archivos, en la que aparecía reivindicado el régimen del general Porfirio Díaz. Ese debate, que continúa, debe ser extendido a muchos otros personajes de nuestra historia, personajes fascinantes convertidos en caricaturas por la historia oficial, que no podemos ignorar, además, porque son parte de lo que somos. Pero es claro que el Estado no será quien detone ese debate. Tendrá que ser iniciado una vez más por los historiadores y por la sociedad, como lo ha sido en el caso del general Díaz.
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