El Adviento regresa cada año y sin duda es el anuncio de la navidad. Llega como lo hacen las cosas esenciales: con puntualidad y con tiempo suficiente para que los cristianos festejemos el nacimiento de Jesús.
En otras ocasiones he escrito sobre la esperanza o el cambio que acompaña este tiempo, pero hoy sin falsas pretensiones, lo observo desde una perspectiva filosófica: el Adviento es una escuela interior, una invitación a regresar a uno mismo en medio de la prisa cotidiana.
La espera no es inmovilidad. Implica acomodar el alma, ordenar la casa interior y afinar la conciencia, algo que rara vez nos permitimos entre tantas distracciones, consumismo, arbolitos con muchas luces y posadas en puerta que han perdido el sentido esencial de la preparación a la navidad.
Ayer domingo, en el primer domingo de adviento, la liturgia nos colocó frente a una lectura que tiene la fuerza de una advertencia y la claridad de una brújula.
San Mateo escribe: “Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa…”
El mensaje apunta al cuidado personal: atender lo que dejamos abierto y no permitir que el descuido interior nos robe la paz o la lucidez.
Cuando vivimos dispersos se generan huecos, y por esos huecos entra de todo: cansancio, envidia, ansiedad, culpa, ruido, además del diazepam y rivotril.
A nadie le agrada que le roben, pero en ocasiones somos nosotros quienes dejamos la puerta entreabierta sin darnos cuenta.
Somos víctimas del desorden y del caos. De nacimientos nada. Nosotros como causa de todo.
Byung-Chul Han, en su libro “la desaparición de los rituales”, explica parte de esta vulnerabilidad moderna:
“El reposo y el silencio no tienen cabida en la red digital, cuya estructura corresponde a una atención plana… como no podemos guardar silencio, tenemos que comunicarnos.” La frase retrata bien nuestra época: hablamos demasiado y nos escuchamos poco; permanecemos conectados durante horas a un teléfono “inteligente” y casi ningún minuto conectado con nosotros mismos. Difícilmente dejamos la prótesis comunicacional: El teléfono.
El Adviento ofrece una alternativa sencilla y profunda. Propone una pausa sin hipocresías, un espacio breve para ordenar lo que traemos dentro, acomodar los afectos, cerrar heridas que ya no tienen sentido y permitir que el silencio haga su parte.
Un tiempo que invita a los cristianos a nacer en las tres virtudes para mi más importantes de Jesús de Nazareth:
La misericordia, la verdad y la humildad en esta sociedad liquida a la que hace referencia Zygmunt Bauman.
A veces basta un gesto pequeño: apagar el ruido y el teléfono, sostener una conversación honesta y de frente, pedir perdón, soltar un juicio o respirar con calma ahora que está tan de moda el yoga.
Son actos modestos que abren una ventana hacia la serenidad.
El Adviento vuelve cada año para cristianos y ateos. No exige nada, pero sugiere mucho: orden, claridad, vigilancia y profundidad.
Y recuerda una verdad sencilla: la luz que buscamos afuera se enciende primero adentro. Los arbolitos con lucecitas solo es decoración.
También hay que ir a las sombras de la obscuridad y buscar las estrellas de la sabiduría, que orientan y definen sentido y propósito de vida.
@CUAUHTECARMONA