Feliz 2026: No es el año, eres tú.

  • Agora
  • Cuauhtémoc Carmona Álvarez

Laguna /

Estamos a dos días de la noche vieja y a tres del nuevo año. 

Ese espacio simbólico que se abre cada 365 días, donde el calendario parece concedernos una tregua para mirar hacia atrás, hacer un corte de caja y, casi sin darnos cuenta, volver a pronunciar promesas que suenan nuevas o las mismas de siempre en versión 12.2026

Este umbral temporal debe servirnos como una oportunidad de recomienzo. 

Se renuevan las agendas, aparecen los buenos deseos y, como cada cierre de año, pedimos —a Dios, al destino, al universo o a lo invisible— la fuerza necesaria para cumplirlos. 

Salud, estabilidad económica, paz, equilibrio y amor principalmente.

El problema no está en desearlos, el problema en muchos está en creer que el deseo basta y pensar que las cosas vienen de Marte como aquellos marcianos que llegaron bailando cha-cha-chá. 

Nada mas absurdo que esperar del cielo limones para hacer limonada.

Las uvas no son mágicas. Ningún ciclo se transforma por inercia. 

El paso del tiempo no garantiza el cambio; a lo sumo, lo pone a prueba. 

Si no hay planeación, disciplina y constancia, llegaremos al final del año —otra vez— con los mismos propósitos reciclados y con una frustración más sofisticada. En el peor de los escenarios, con problemas sin resolver y más enredados como un queso de Oaxaca.

Aristóteles ayuda a poner orden en esta confusión tan humana. 

Para él, el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden, pero esta tendencia no es un impulso ciego ni un arrebato emocional, sino una orientación racional hacia la perfección propia de cada ser. 

Todo ente posee un fin, y realizar ese fin constituye su bien.

En el caso del ser humano, ese bien supremo es la felicidad (eudaimonía). 

Pero aquí aparece la primera sacudida filosófica: la felicidad no es un estado emocional pasajero, ni una racha de buena suerte, ni la acumulación de bienes materiales. 

Es una forma de vida. Vivir bien, diría Aristóteles, equivale a actuar bien de manera habitual. 

La felicidad consiste en la actividad del alma conforme a la virtud buscando un fin y respondiendo a la pregunta: ¿Para qué vivimos?

Dicho de otro modo: somos lo que hacemos, no lo que decimos que somos. 

El carácter no se construye los últimos días de diciembre, se forma en lo cotidiano. 

La virtud no es innata: se adquiere mediante el hábito. Y el hábito exige voluntad, intención y esfuerzo sostenido.

Por eso la contradicción es tan frecuente. Queremos salud, pero seguimos sin actividad física y llevando una dieta que estropea la salud. 

Queremos estabilidad financiera, pero gastamos más de lo que ingresamos y muchos aparentando lo que no tienen. 

Queremos paz interior, pero evitamos el silencio, la introspección y la disciplina. Pretendemos resultados nuevos con hábitos viejos. Y eso es absurdo.

Schopenhauer, uno de mis filósofos favoritos (crudo y filoso), advierte que el gran error moderno consiste en creer que la felicidad depende de lo que se tiene o de lo que se aparenta. 

En El arte de vivir lo dice con crudeza: “Nuestra felicidad depende de lo que somos, de nuestra individualidad, mientras con frecuencia no se tiene en cuenta sino lo que tenemos o lo que representamos.”

Por eso afirma que un mendigo sano puede ser más feliz que un rey enfermo. 

No por romanticismo, sino porque el bienestar no depende del calendario ni del estatus, sino de la estructura interior del individuo. Aristóteles y Schopenhauer, por caminos distintos, coinciden aquí: la felicidad no se desea, se construye.

Tal vez 2026 no nos pida más propósitos, sino más carácter. No más discursos o rollos sino más coherencia. 

El año es solo un número, lo que importa es lo que hacemos, nuestros hábitos y el carácter para cumplir los buenos propósitos después que hemos digerido una docena de uvas…

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