¿A qué se refería Andrés Manuel López Obrador cuando, como candidato a la presidencia, proponía en 2018 una amnistía para contener la violencia del país? Ya en Palacio Nacional, aquel controversial discurso de campaña se fue desvaneciendo de la escena pública en medio de críticas opositoras y euforia electoral por el flamante triunfo.
“Abrazos, no balazos”, fue la frase que sintetizó después la aparente voluntad presidencial por explorar nuevas formas de revisar la fallida estrategia de combate al narcotráfico, dictada de forma histórica y conveniente por intereses geopolíticos de Washington, en detrimento de una usufructuada soberanía nacional y en favor de un sistema económico cada vez menos pudoroso en mostrar su rostro criminal.
¿Qué otras formas, no convencionales, exploró el gobierno de López Obrador para buscar la pacificación del país, a partir de la posibilidad de ofrecer reducciones de penas o amnistía a grupos criminales, a cambio de que estos disminuyeran la violencia en sus territorios, limitaran ciertos negocios, se entregaran y resarcieran daños al Estado y a las víctimas?
Durante la pasada administración hubo interlocución, por lo menos informal, de funcionarios y operadores, con diversos jefes del crimen organizado, a fin de lograr un cese paulatino de eventos violentos que debía concluir hacia el final del sexenio con reformas legislativas para implementar un modelo que buscaría replicar en México alternativas judiciales que gozan los narcotraficantes procesados en Estados Unidos, quienes a cambio de testimonios especiales y millonarias reparaciones económicas, reciben penas reducidas que les permiten obtener libertad.
Cuando me reuní en 2021 con Ismael “El Mayo” Zambada, el histórico capo de Sinaloa parecía entusiasmado con esta posibilidad, pero también era cauteloso. “La paz no se dice, la paz se hace”, me dijo en algún momento de nuestro encuentro, reseñado en mi libro “En la montaña”, donde, más allá de la mera anécdota criminológica o apologética, intento contraponer la crónica de una democracia bárbara como la mexicana, condicionada por su integración a Norteamérica, con la resistencia de los pueblos originarios surgida en 1994 en las montañas del sureste mexicano.
Los grupos armados de El Mayo tenían la orden de no atacar a ninguna fuerza gubernamental. Al parecer esta misma indicación fue replicada por otros jefes criminales a sus respectivos comandos en Sinaloa y más lugares del país, sin embargo, México no logró paz alguna, por el contrario, la violencia persistió, persiste y, todo indica, persistirá: Si hubo realmente posibilidades de intentar la pacificación nacional con la colaboración de los principales capos, está claro que dicha posibilidad fracasó. Resultará interesante descubrir en su momento por qué.
¿Negociada o de facto?, ¿La tregua de El Mayo fue parte de una iniciativa impulsada con afanes hegemónicos en las bambalinas del poder, o bien, se trató de un gesto unilateral y transaccional dado por ciertos grupos del narco a un presidente que de manera pública pregonaba “Abrazos, no balazos” para combatir al crimen?, ¿qué intereses, legítimos y no legítimos, bordearon un complejo proceso saboteado finalmente por la operación hecha por agencias estadounidenses para detener y extraer a El Mayo del país?
A través de juicios y acuerdos que se alistan en EU alrededor de las familias Zambada y Guzmán, así como de otros personajes políticos, es probable que en los próximos meses vayan desgranándose algunas respuestas y precisiones a preguntas que rondan alrededor de una realidad que puede volverse más calamitosa para el país con el renovado supremacismo americano que trasluce la Edad de Oro cacareada por el presidente Donald Trump.