Hace unos días escuchaba por azar a un grupo de señoras que se quejaban de la marcha del 8M, con los habituales argumentos de que está bien que protesten, pero que se ocasiona mucho caos vial y que no se vale dañar la propiedad ajena; que se había quemado una puerta muy bonita del palacio de gobierno de Nuevo León y que, además, el tema de la inseguridad nos afecta a todos y no solamente a las mujeres.
Esto me hizo pensar en un ensayo sobre Antígona de la filósofa eslovena Alenka Zupančič, donde hace explícita la diferencia entre la violencia “objetiva” o “sistémica”, que es aquella considerada normal e inherente al estado de cosas (la violencia que permite que la sociedad funcione), y la violencia “subjetiva”, que es la que se percibe como irrupciones de un tipo de violencia que no se considera perteneciente al estado de cosas: “La diferencia entonces implicaría la distinción entre una interrupción visiblemente violenta (por parte de Antígona) y el fluir más o menos apacible del estado de cosas, y la violencia invisible implicada en mantener ese estado apacible (representada por los decretos de Creonte)”. Sin embargo, en el caso de Antígona ni siquiera le parece que se pueda considerar la irrupción violenta de origen, pues su “rebelión” obedece a que es Creonte el primero que ha faltado a su deber como gobernante, al impedir el entierro de su hermano Polinices.
De modo que, por un lado, podría igualmente argumentarse que la “violencia” implícita en rayar y vandalizar en una marcha es igualmente una respuesta a una especie de ruptura primigenia por parte de la autoridad a proveer de un estado de cosas más o menos apacible (y creo que en temas de género, y de racismo y clasismo, por poner unos cuantos ejemplos, sería imposible argumentar que el estado de cosas actual se asemeja siquiera a lo apacible). Pero también podría argumentarse que justamente el hartazgo producido por ciertas injusticias y violencias sistémicas hacen no sólo lógica sino necesaria la irrupción de un cierto grado de violencia subjetiva (que además tampoco es el fin del mundo rayar paredes o monumentos, o ni siquiera quemar una puerta). Ello porque evidentemente no se marcha o se protesta porque la violencia “objetiva” que teóricamente debe producir una sociedad apacible esté funcionando, y es el propio estado de cosas y su cotidiana violencia no tan invisible lo que ocasiona la necesidad de irrumpir con tanta visibilidad y estridencia como sea posible.
Lo cual me lleva a un siguiente punto, me parece relacionado, y es que una de las principales consignas de las marchas en defensa del INE suele ser su carácter pacífico, lo cual obviamente por un lado está muy bien, y habla de civilidad y demás. Pero es también en mi opinión una señal de que estas marchas —que a todas luces han tenido un claro sesgo clasista, y también numerosas manifestaciones racistas, incluso por parte de sus principales promotores— lo que defienden es un estado de cosas que se percibe como natural. Y es precisamente un discurso que al menos lo pone como tema de discusión lo que origina dichas protestas, que con su carácter sumamente apacible y vestido de blanco terminan más por estar del lado del estado de cosas tan desigual y vertical tan tradicionalmente mexicano, quizá muy bien simbolizado en funcionarios públicos que se indignan y se victimizan cuando se cuestiona por qué deberían ganar montos tan exorbitantes en un país con tanta pobreza extrema.
Eduardo Rabasa