Complejidades éticas

Ciudad de México /

Cuando era adolescente unos amigos me presentaron a otro amigo que, contaba, había habilitado una especie de camioneta como ambulancia, poniéndole por fuera un rótulo que sonara a algo médico, y equipándola como mejor pudiera para en efecto poder prestar primeros auxilios. Había también comprado un equipo de radio con el que —todo según su relato— se robaba las señales de no sé exactamente dónde, para poder llegar a los lugares donde hubiera accidentes, y trasladar a los heridos al hospital. Una vez ahí le cobraba a los familiares por el servicio de haberlos trasladado y atendido, y su nebulosa justificación ética se basaba en la insuficiencia de ambulancias en esta ciudad y en que, finalmente, su intención era sí prestar los primeros auxilios.

A casi 25 años de distancia, retomé la historia para una novela que entre varios temas versa sobre una suerte de nihilismo obligatorio en el que transcurren las vidas de millones de jóvenes a los que el sistema no les ofrece grandes oportunidades educativas ni laborales, con lo cual hay que buscarse la vida por los medios que tengan a su alcance. Y esto deriva a menudo en ocupaciones que, por decirlo suavemente, se mueven dentro de un piso ético complejo, donde las nociones del bien y el mal o lo legal e ilegal se vuelven bastante más plásticas, entre otras cosas porque es la necesidad el sustrato que hace que en primer lugar se vean obligados a dedicarse a dichas ocupaciones.

En esas estaba cuando hace poco un amigo me contó del documental Familia de medianoche, de Luke Lorentzen (disponible en Netflix y ganador de varios premios), donde precisamente se sigue a una familia, los Ochoa, que han habilitado una ambulancia sin los permisos correspondientes, y procuran ganarse la vida cazando accidentes, en ocasiones mediante carreras con otras ambulancias (seguramente también ilegales), para ser los primeros en llegar a la escena del siniestro, levantar a los heridos, y procurar cobrarles a los familiares una vez llegados al hospital. Al escuchar sobre todo al hijo adolescente que para todo efecto práctico funge como jefe tanto del oficio como de la familia, resulta muy complicado (al menos para mí) emitir algún juicio ético, en primer lugar por las precarias condiciones bajo las que vive la familia Ochoa (a veces no tienen para comer, algunos duermen en el suelo de su departamento), pero también por la mezcla de ilegalidad y un cierto grado de corrupción, con el servicio médico que sí llegan a prestar y el vacío que llenan este tipo de iniciativas frente a la carencia global de ambulancias.

Se trata de un microcosmos muy representativo de las complejidades y matices de una realidad que no es tan maniquea como quisiera presentarla el actual griterío del discurso público, principalmente virtual, pues las decisiones de supervivencia crean una ética bastante ajena a las certezas morales que parecerían definir el discurso de la comentocracia cibernética. Así, Familia de medianoche se convierte en un documento ineludible para quien quiera, más allá de lanzar máximas compungidas en redes sociales, hacer un intento por al menos comprender un entramado real y simbólico que no cabe dentro de los estrechos confines del puritanismo identitario, o más bien remite a la vieja idea de que el lugar ocupado en el proceso productivo será determinante tanto para la conciencia como para casi todo lo demás.


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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