Hace aproximadamente un mes volví a ver Mulholland Drive, la obra maestra de David Lynch que según yo era mi película favorita de la vida, y al volverla a ver corroboré que en efecto lo es, y quizá esta vez me pareció más perfecta que nunca. Tenía pensado dedicarle este espacio pero se antepusieron otros temas y de pronto la muy triste muerte de David Lynch dio más bien pie a un texto de homenaje a su única e inclasificable obra.
En Masa y poder, Elias Canetti menciona a una tribu que considera que los sueños son el mundo real de la vigilia, y que lo que se vive en lo que entendemos por vigilia es en realidad el sueño. Quizá no existe una mejor descripción de Mulholland Drive, y en cierto sentido de la obra de Lynch en general. En su genial noir hollywoodense es la secuencia que comúnmente se interpreta como fantástica/onírica la que ocupa la principal parte de la película, y es ahí donde las dos chicas protagonistas (Naomi Watts y Laura Harring) desarrollan una complicidad que deviene en pasión romántica, y es también ahí donde principalmente el personaje de Watts puede vivir una existencia alterna, proyectándose más como lo que quisiera y podría ser, que como la sórdida realidad en la que por celos y envidia malsana manda asesinar al objeto de su amor.
Y como bien dice Mark Fisher, en Lynch son a menudo las secuencias de números musicales las que marcan un pasaje entre planos alternos. Así que la espectacular secuencia del Club Silencio donde no hay banda pero sí música y se trastocan todas las categorías de presencia y ausencia, y de todo lo demás, marca el despertar del sueño hacia la pesadilla de la realidad, donde los alter ego reales de las versiones oníricas se muestran más mezquinos y poco interesantes, como si Lynch nos animara a poner más peso en lo que comúnmente se considera la irrealidad, por encima de la adusta realidad.
Un poco como sucede también en Twin Peaks, cuyos mejores momentos son los envueltos por el misterio y la presencia intangible de lo escalofriante, y en cambio conforme se resuelve el enigma van palideciendo las excentricidades de la vida cotidiana del pequeño poblado, quizá hasta el también espectacular final, donde Lynch deja claro que el espíritu maligno de Bob es también una metáfora que en cualquier descuido puede poseer hasta a un alma tan pura y transparente como la del entrañable agente Cooper. Pues finalmente, como escribió el actor Kyle MacLachlan en un emotivo post de agradecimiento y despedida a Lynch, éste siempre se mostró reacio a los intentos de que se explicara su obra, pues era más bien la experiencia y la interpretación de cada espectador lo que le daba su carácter monumental y enigmático, más que cualquier tipo de mensaje o interpretación cerrada.
A manera de coda, en la película Lucky, que fue también la despedida de uno de los actores más emblemáticamente lyncheanos, Harry Dean Stanton, Lynch participa esta vez como actor, y su personaje se encuentra desconcertado porque perdió a su compañera de vida, una tortuga de rasgos ancestrales, que aparece majestuosa en el último plano de la película, ajena a todos los enredos humanos. De forma que Lynch se muestra sumamente compungido, como si al faltarle su tortuga le faltara una parte esencial de sí, sin la cual el personaje que representa no puede vivir. Así que ahora que se ha ido ojalá que haya encontrado en otro plano a su tortuga, mientras aquí quedan sus fabulosos sueños cinematográficos, que por suerte podemos seguir soñando junto con él durante otro rato más.