Aproximadamente a una hora en tren de Copenhague se encuentra en Elsinore el castillo de Kronberg, que sirvió de inspiración a Shakespeare para situar la historia del atribulado príncipe Hamlet (basada a su vez en el cuento nórdico del siglo XIII del príncipe Amleth, cuya gesta es prácticamente idéntica a la que después retomaría Shakespeare, con mucha mayor profundidad y complejidad emocional y psicológica). Tuve la oportunidad de visitarlo en recientes días y desde el primer vistazo a la distancia se hicieron eco las palabras al respecto del físico danés Niels Bohr, relatadas en una conversación con Werner Heisenberg: “¿No es extraño cómo cambia este castillo tan pronto imaginamos que Hamlet vivió aquí? Como científicos pensamos que un castillo consiste sólo de piedras, y admiramos la disposición que hizo de ellas el arquitecto. Las piedras, los techos verdes con su pátina, los grabados de madera en la iglesia, conforman el castillo. Nada de esto debería cambiar por el hecho de que Hamlet vivió aquí, y sin embargo cambia completamente. De pronto las paredes y los muros hablan un lenguaje distinto. El patio se convierte en un mundo entero, un rincón oscuro nos recuerda la oscuridad del alma humana, escuchamos el ‘Ser o no ser’, de Hamlet. Y sin embargo, todo lo que sabemos de Hamlet es que su nombre aparece en una crónica del siglo XIII. Nadie puede demostrar que en realidad vivió aquí. Pero todo el mundo conoce las preguntas que se realizó a través de Shakespeare, la profundidad humana que reveló, así que había que buscarle un lugar en la tierra, aquí en Kronberg”.
Y en efecto, al encanto mitológico de los castillos se le suma una especie de encanto espectral ante la idea de que un Hamlet (real o literario) haya rondado y ronde el espacio. Así, en el asta bandera que da al desolado mar, donde tuvo lugar la conversación entre Hamlet y el fantasma de su padre, cuando se le revela que fue asesinado por su tío, el ahora rey Claudio, vertiendo veneno en su oído, se escenifica en la mente un juego de distintos niveles de fantasmas dialogando, que ya de pasada terminan dialogando con nuestros fantasmas en la actualidad. Pues más allá del drama propiamente monárquico de traiciones, incesto y sucesión que da vida a la tragedia de Hamlet, se encuentra el arquetipo de la envidia y traición fraternal que se escenifica cotidianamente por doquier, y la paradoja de Hamlet es que si bien antes de la aparición del fantasma del padre se encuentra sumido en una profunda melancolía, es a partir de la exigencia paterna de venganza cuando comienza a enloquecer, sin que sepamos hasta dónde finge y hasta dónde se vuelve ya también real la locura.
Pues como sucede en todas las tragedias, su desventura es su propia razón de ser, ya que si su padre el rey no era asesinado y vivía felizmente con la reina, Hamlet habría sido únicamente un príncipe melancólico más. De manera que la fuente de su ira es igualmente lo que se convierte en su identidad más profunda, por lo que a la ira como tal se sumaría la culpa de únicamente adquirir existencia plena gracias al asesinato del padre y la traición de la madre, y quizá estos mandatos internos un tanto esquizofrénicos subyazcan a la locura que bordea entre la escenificación y la realidad de dicha escenificación.
Y así como las incontables puestas en escena shakesperianas continúan dando vida a la tragedia del príncipe Hamlet, en el castillo que sirvió de marco ficticio se escenifica también interminablemente en la imaginación, como parte del peregrinaje que acude a rendir tributo a uno de los personajes más enigmáticos y fascinantes de la historia de la literatura universal.