El lenguaje de lo inexpresado

Ciudad de México /

En la primera parte de su libro Cristal, ironía y Dios, la genial Anne Carson narra —entre otras cosas— su experiencia de ruptura de una relación de largo plazo que le resulta particularmente dolorosa, en parte por su carácter abrupto, haciendo a los lectores partícipes de su experiencia íntima: “Al interior de mi pecho sentí mi corazón romperse en dos pedazos”.

Algo más adelante vuelve al tema, a partir de un sueño vinculado con el enojo que aún experimenta (“El enojo viaja a través mío, expulsa cualquier otra cosa de mi corazón, ocupando los conductos”), y recuerda que Emily Brontë en su poesía igualmente maldijo con ira a algún amante que la dañara:

Bien, ¡me has devuelto ya mi amor!

Pero si hay un Dios en el cielo

Cuyo brazo sea largo, cuya palabra sea verdadera

¡Este infierno retorcerá tu espíritu también!

“¿Cómo llegó Emily a perder su fe en los humanos?”, se pregunta Carson al contemplar la casi total ausencia de contacto humano que marcó la vida de Brontë, y se define tentada a leer Cumbres borrascosas como un acto de venganza “por todo lo que la vida le negó a Emily”, como si el enojo pudiera ser en su caso una especie de vocación. Y posteriormente, como si al tiempo que escribe acerca de Brontë y elucida al respecto su propia alma fuera transformándose ante los ojos de los lectores mediante el acto de escribir poesía, concluye:

De pronto pude estirarme y jalar de vuelta la cobija hasta mi barbilla.

La vocación de la ira no es mía.

Yo conozco su origen.

Si bien este hermoso poema confesional data de 2005, parecería —como sucede en general con la obra de Carson— abrevar de una ancestral tradición trágica (en el mejor sentido del término), donde los avatares de la existencia se presentan como parte de un gran teatro donde cada cual se vive como protagonista de un drama que es no obstante común a todas las demás personas, protagonistas a su vez de su propio drama existencial. Aquí el dolor propio no es una virtud a exaltar sino sobre todo un dato a examinar que, precisamente porque duele, parecería merecer ser tratado con atención y cuidado, y creo que no es exagerado afirmar que al leer a Carson se experimenta una especie de agradecimiento con ella por compartir estos atisbos tan sutiles de su mente y de su alma (al igual que lo hace, por ejemplo, al detallar la relación con sus padres enfermos y avejentados) que, lejos de buscar producir una empatía facilista, efectuada mediante el regodeo y la exhibición del propio dolor, nos conducen en cambio por sus laberínticos paisajes gélidos. Y con ello nos permite contemplar con su musicalidad el desenvolvimiento del alma que, al mismo tiempo que alberga dichos sentimientos los contempla, nombra y evoca, dando como resultado una poesía en movimiento que no sólo opera una transformación en quien la escribe, sino igualmente en quien la lee. Con lo cual por supuesto se genera una empatía más honda que la producida por la mera búsqueda de la emoción visceral, como bajo la que vivimos incesantemente asediados en la actualidad, pues como bien nos recuerda Carson en otro fragmento de esta obra magistral que es Cristal, ironía y Dios:

Es una vía de doble sentido,

la del lenguaje de lo inexpresado.

Eduardo Rabasa

  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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