El ocaso de los (grandes) villanos

Ciudad de México /

Uno de los principales requisitos del género de superhéroes son los carismáticos supervillanos. Dotados también de algún superpoder, los antagonistas del héroe suelen ser excéntricos, fascinantes, complejos, y normalmente la principal diferencia con su némesis reside en que están situados del otro lado de la línea ética que divide el bien y el mal. Así como en el superhéroe existe casi siempre un suceso traumático que lo deja con una especie de culpa primigenia y necesidad de expiarla sacrificándose por el bien de la sociedad, el supervillano alberga casi siempre un resentimiento que lo impulsa a querer vengarse haciendo el mal. Ambos están situados fuera de la estructura de lo ordinario, y la gente común básicamente se limita a presenciar y padecer la lucha, del resultado de la cual dependerá su propio destino, que en el fondo se reduce al resultado de la eterna narrativa de la lucha épica entre el bien y el mal. 

De ahí que en mi opinión sea significativo a muchos niveles el gran éxito de la recién concluida serie Succession. Pues si algo destaca en esta saga familiar corporativa, en particular después de la muerte del patriarca, es la ausencia de grandes héroes o villanos, pues absolutamente todos los protagonistas parecerían moverse dentro de una zona de vileza y mezquindad bastante gris, donde no existe mayor ética que la de mejor maniobrar y acomodarse en busca del propio beneficio. Pero no existe siquiera la ambición desmedida o los excesos de todo tipo de otras épicas de lo corporativo como Wall Street, o por supuesto El lobo de Wall Street, sino que Succession se enmarca en la línea de obras como la genial Office Space, de Mike Judge, o incluso The Social Network, de David Fincher, donde el material dramático lo ofrece la grisura corporativa cotidiana, donde podría quizá pensarse que no existen grandes villanos porque no hace falta, pues es más bien la obediencia ciega a las reglas y expectativas del propio sistema lo que en los hechos llevará a la práctica un mundo similar a aquel para el cual los supervillanos trabajan sin descanso para producir.

Quizá por eso en Succession no llaman tanto la atención las inagotables traiciones, sino la facilidad con la que se olvidan, en aras de buscar un nuevo acomodo que a menudo implica aliarte con quien hace unos instantes acababa de apuñalarte por la espalda. Pero en el fondo no se toma como algo personal, sino casi como un producto lógico de las reglas del juego donde no jugarlo bajo la lógica del acomodo personal sería percibido ante todo como una muestra de debilidad, por no hablar de estupidez. Pero no es que los personajes de Succession participen de la mezquindad contra su voluntad o por  considerar que es la mejor opción para promover sus intereses, sino porque literalmente no les pasa por la cabeza que pudiera ser de otro modo. Ya que incluso los situados mucho más abajo en la jerarquía de la dinastía corporativa entienden ese orden como algo tan natural como el aire que respiran, por lo que sus maniobras tienen más de reflejo que de cálculo maquiavélico. 

Y todo este drama corporativo/shakespeariano sucede ante un telón de fondo de lujo falsamente discreto, donde conviven los jeans y gorra con tomar aviones privados como si fueran taxis, y enmarcado por el discurso corporativo de principios y valores de la empresa, fachada tras la cual se despedazan unos a otros con tal de tener un poco más.

Cualquier parecido con la realidad, no es mera coincidencia.


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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