Hace unos días Hanif Kureishi publicó un largo post en Twitter, a propósito del actual clima de temor y (auto)censura que prevalece en el mundo literario. Donde cuenta que una estudiante de origen nigeriano escribió una novela situada ahí, y que la había mostrado antes que a nadie a una “sensitivity reader”, para que la sometiera a una revisión desde la corrección política y su carácter potencialmente ofensivo, para que una vez pasado ese primer filtro de purificación, la pudiera mostrar a una agencia o editorial, en busca de conseguir publicar su manuscrito.
Cuenta también Kureishi de un estudiante suyo que escribió un thriller narrado por una estadounidense lesbiana, y su tutor lo criticó por atreverse a pensar desde ese punto de vista, pues ni era americano ni una chica lesbiana. Se produjo entonces toda una disquisición sobre quién tiene derecho a escribir desde qué punto de vista y el estudiante reescribió el libro, dejándolo según Kureishi mucho peor, creyendo que había cometido un “crimen literario al adentrarse en una mente que no fuera la suya”. “Me alivia no ser un escritor joven hoy, escribiendo bajo esta atmósfera de autoconciencia y trepidación, esta Norcorea de la mente”, concluye Kureishi.
Y lo más curioso es que todo esto proviene desde una postura de supuesta izquierda o progresista, pues, como sabemos, desde el otro espectro también se están prohibiendo libros canónicos por su contenido sexual, racial, etcétera. Sin embargo, eso es lo que ha hecho desde siempre el conservadurismo: intentar prohibir o censurar las ideas u obras que puedan atentar contra su visión de lo que debe ser una sociedad decente, ordenada, etcétera. Pero lo novedoso de lo actual es que proviene de sectores que supuestamente pugnan por una sociedad mejor, más justa, etcétera, que de hecho pasan buena parte del tiempo desgarrándose públicamente las vestiduras por injusticias que por lo general les resultan muy lejanas (es decir, que no viven en carne propia). Pero aun así, dedican mucho más tiempo a la búsqueda de ofensas e incorrecciones ideológicas o del lenguaje, que a cualquier tipo de acción política que en efecto ayudara a mejorar la situación de alguien en el planeta.
No deja de ser revelador que quienes en teoría pugnan por un mundo mejor pretendan en parte lograrlo mediante la cancelación de la imaginación, o su confinamiento en un espacio sanitizado y literal, donde la identidad (que, por cierto, en teoría se defiende ahora fluida y determinada por cada persona, aunque al parecer siempre y cuando esto no ocurra en la literatura), la temporalidad, la geografía, los valores progres, delimiten estrictamente aquello sobre lo que se tiene derecho a escribir. Y es también curioso que por más que la élite cultural del mundo anglosajón pretenda evitar la creación de obras que transgredan su puritanismo moral y exhiban su insultante hipocresía, el mundo se empeñe en seguir siendo un lugar que puede ser violento, prejuicioso, pornográfico, ácidamente humorístico, y muchos elementos más, que estos comisarios de la corrección y la moralidad buscan eliminar de la ficción.
Pero como dice Kureishi de su obra El buda de los suburbios (libro muy admirado por David Bowie), que trató de hacer tan “sucia y divertida” como pudiera, la literatura se verá obligada a ingeniárselas para evadir a estos nuevos gendarmes de la moral, para continuar contando las historias del mundo y sus contradicciones, sin ceñirse a las fantasías puritanas de una élite cultural.