La actual banalidad del mal

Ciudad de México /

Cuando Hannah Arendt publicó Eichmann en Jerusalén, donde acuñó su famoso término “la banalidad del mal”, se produjo un enorme escándalo, pues la interpretación más común era que minimizaba las atrocidades perpetradas por el oficial nazi. Sin embargo, lo que trataba de exponer era que el mal máximo, aquel que es incluso casi difícil de creer, ya no digamos de comprender, se puede basar en la mediocridad consistente en simplemente obedecer órdenes a partir de una deshumanización, no sólo del otro, sino de uno mismo. Con ello, podemos pensar que el mal sistémico no necesariamente obedece a una conciencia de su maldad, sino al desarrollo lógico de ciertas premisas en efecto malignas (por ejemplo la demonización de un otro radical, asunto que continúa sucediendo hoy en día con los migrantes, las personas trans, etcétera). Así, aunque por supuesto el Holocausto es un ejemplo muy extremo, la idea de Arendt de la banalidad del mal parecería aplicar como principio general, sumamente vigente en la actual época. 

Pensaba en lo anterior al leer un artículo sobre cómo un elevado número de megamillonarios que han aparecido en la lista de Forbes para menores de 30 años han estado o están en prisión, por cometer delitos financieros, empresariales, relativos a la manipulación de información, etcétera. Como por ejemplo el que ha sido apodado “la peor persona del mundo”, Martin Shkreli quien, entre otras hazañas, al comprar una farmacéutica que contaba con patentes de medicamentos contra el sida subió los precios en más de 4,000%, lo cual, por cierto, fue perfectamente legal, y fue por otros delitos por los que finalmente fue encarcelado (al salir de prisión lanzó una newsletter de consejos financieros. Seguramente cuenta con miles de suscriptores).

Sin embargo, pese a que si se analiza caso a caso se podría apuntalar la narrativa de los villanos individuales, la recurrencia que lo vuelve un asunto sistémico sugiere más bien que son conductas derivadas de la narrativa y prácticas de la época, que estos magnates precoces acaso han seguido demasiado bien, pues en el fondo son congruentes con los principios rectores de la actualidad. Pues si se crece bajo un sistema que educa desde niño que se debe competir, destacar, aplastar a los rivales, acumular lo más posible, evadir impuestos, y hacer todo lo posible por encumbrarte y acaparar todo lo que esté al alcance, esta gente que después va y lo hace hasta el extremo en realidad está siendo congruente con lo que de ellos se espera. Y pues si en el camino hay que torcer algunas reglas en aras de esa competencia feroz que permita aplastar a los rivales, la evidencia parecería sugerir que no se suele siquiera plantear como un dilema ético a considerar. Más o menos en la línea trazada por una de las cabezas de Google, Eric Schmidt, cuando se le cuestionó sobre los malabares financieros entre distintos países, que permiten que su empresa pague un porcentaje irrisorio de impuestos, en comparación con sus inmensos beneficios: “Se llama capitalismo”.

Así que podríamos pensar que, como bien observó Arendt, los nuevos paladines del mal que ejecutan órdenes desde bancos, corporaciones invasivas, organismos financieros internacionales, corporaciones policiacas o puestos gubernamentales son gente bastante mediocre que simplemente se pliega a los dictados del sistema. Obedeciendo y ejecutando lo que de ellos se espera, para contribuir a producir una realidad tan desigual e injusta como la que se vive. 


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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