La Priscilla de Sofia Coppola

Ciudad de México /

Después del bodrio grandilocuente y autoparódico que fue la megaproducción Elvis, de Baz Luhrmann, Priscilla, de Sofia Coppola, no podría ser más antitética e infinitamente mejor. Ahí donde la película de Luhrmann busca crear una épica en la que Elvis aparece como víctima engañada y manipulada por el malvado coronel Parker, la Priscilla de Coppola, a causa de la dinámica de poder propia de la relación sentimental con la mayor estrella de rock de su época, más podría simplemente ser retratada como una simple víctima. Sin embargo, la directora se aleja de esa tentación y la muestra como un personaje mucho más matizado y complejo, que en ocasiones con una simple mirada o un gesto comunica todo un cúmulo de emociones con las que como espectadores empatizamos de inmediato. Y es que en general las películas de Sofia Coppola, y Priscilla no es la excepción, apelan a mostrar con cierta lentitud el mundo interior de sus protagonistas, generando un efecto mucho más hondo y duradero, como sucede por ejemplo también con Kirsten Dunst en Vírgenes suicidas y María Antonieta, y por supuesto con Scarlett Johanson en Lost in Translation.

Así, aunque Priscilla trata básicamente sobre la relación de una de las parejas de más alto perfil del siglo pasado, la historia se desenvuelve con un registro más bien íntimo, y las escenas de alcoba no sólo tienen un gran peso, sino que nos muestran a un Elvis muy distinto al que estamos acostumbrados a ver tanto en otras producciones como por supuesto en su explosiva y sensual versión escénica. Aquí en cambio aparece un tanto ñoño con su pijama con sus iniciales bordadas, leyendo libros de espiritualidad mientras rechaza los avances sexuales de su joven novia y luego esposa, regañándola al manifestar que si quiere ser interesante para él, tiene que compartir sus preocupaciones metafísicas, y recordándole que muchas mujeres se morirían por estar en su lugar. La relativa recurrencia de la escena del rechazo sexual por parte de Elvis, así como el hecho de que la película se basa en el libro de Priscilla Presley, apuntarían a que el acento es intencional, para comunicar lo que debió ser un rasgo quizá paradójico de la relación con Elvis.

Cuya contraparte también se muestra en el despliegue de algo similar a lo que Mark Fisher llama la lad culture (la cultura de los chicos), plasmada en el séquito de amigos de Elvis siempre revoloteando a su alrededor, exaltados, jugando con fuegos artificiales o carritos chocones, lambisconeándole al jefe del cual depende no sólo su sustento, sino también su diversión ilimitada. Priscilla es más bien un accesorio al cual hay que ayudar a vestirse (es particularmente triste una escena donde en una tienda se va cambiando de modelos frente a Elvis y sus amigos, quienes le van indicando qué debe comprarse y qué no), cuya principal tarea es permanecer en casa para cuando Elvis vuelva muerto de las giras o rodajes. Y la película sugiere con mucha delicadeza algo que por la biografía de Elvis sabemos que sí ocurrió, referente al affaire de Priscilla con su maestro de karate, que más que motivado por el deseo sexual parecería motivado por el deseo de desmarcarse de la gigantesca sombra que proyecta Elvis, que le impide a su esposa poder ser una persona como tal. 

Hasta que con la misma discreción con la que afortunadamente transcurre el resto de la película decide marcharse sin grandes aspavientos, y con ello liberarse del trágico desenlace y de la estrepitosa decadencia del otrora rey del rock & roll. 


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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