Lobotomía en un yate

México /

Desde que hace años vi One Flew Over the Cukoo’s Nest, donde Jack Nicholson interpreta a Randle McMurphy, me propuse leer el libro de Ken Kesey en el que se inspira la película, pero lleva ya tiempo empolvándose en mi librero. En cambio, por azares bibliográficos en estos días agarré el clásico de Tom Wolfe, The Electric Kool-Aid Acid Test, crónica psicodélica del movimiento de LSD de Kesey y sus Merry Pranksters, y no he podido parar de leerlo.

Ahí, Wolfe cuenta que Kesey se inscribió en un programa del hospital psiquiátrico Menlo Park para que probaran con él los efectos de psicotrópicos, e incluso recibió terapia de electroshocks clandestinamente para poder describirlo en la novela; también que el personaje del indio, Chief Broom, le vino en un viaje de ácido, y que decidió que la novela la narrara él, y no McMurphy, para evitar que éste incurriera en “homilías sobre su pedestre teoría de la terapia mental”. Asimismo, que el narrador fuera el jefe indio le permitía “presentar un estado esquizofrénico de la forma en que el propio esquizofrénico (…) lo experimenta”.

Con esta lección sobre la trascendencia de los puntos de vista fue que leí la noticia de que el magnate David Geffen había subido a Instagram una foto de su yate de 590 millones de dólares navegando cerca de las Islas Granadinas, describiendo su confinamiento ahí a causa del coronavirus y deseando que todos “estuvieran a salvo”. El escándalo no se hizo esperar y Geffen ha borrado su cuenta de Instagram.

En un mundo donde la híperconciencia del yo —y los esfuerzos para mostrar virtualmente dicha híperconciencia— se ha convertido masivamente en el principal elemento vital, parecería casi una alegoría punitiva estar ahora confinados a un encierro donde no hay forma de escapar de uno mismo. El gesto de Geffen no es simplemente la idiotez de un millonario, sino un caso paradigmático de cómo el colapso del universo dentro de los límites de la propia subjetividad produce una imposibilidad absoluta para situarse en el punto de vista del otro, pues soy yo, mis sentimientos y logros, y la necesidad de comunicarlos sin parar, el único referente que importa para moverse por la existencia, incluso para mostrar desde nuestras pantallas lo mucho que nos duele la suerte de personas más desfavorecidas que uno.

Podemos imaginar que un Kesey contemporáneo no solamente jamás le cedería el punto de vista narrativo al jefe indio (entre otras cosas, porque su novela desataría furia por apropiarse de un lugar de enunciación que no le corresponde, según el canon de la academia y el mercado editorial gringos), sino que probablemente tampoco habría un McMurphy: escribiría más bien una obra de autoficción, con especial énfasis en su propia experiencia psicotrópica y en el agudo dolor físico y emocional de los electroshocks. El final también tendría que ser distinto pues, por razones evidentes, ya no haría falta que al personaje principal le fuera practicada ninguna lobotomía. 

  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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