Los amos de los boletos

Ciudad de México /

El reciente fiasco de los boletos para el concierto de Bad Bunny en el Estadio Azteca, donde a causa de lo que parecería alguna especie de fraude interno perpetrado en Ticketmaster, dejó sin acceso a miles de personas, algunas de las cuales habían pagado boletos de entre 20 hasta 90 mil pesos, recoge como pequeña viñeta algunos de los principales engaños del actual sistema, y el inmenso poder que las corporaciones poseen sobre las vidas de los individuos.

En primer lugar, precisamente el hecho de que para un concierto masivo hubiera miles de personas dispuestas a pagar esas cantidades, pone de relieve ya no sólo las enormes desigualdades, sino la estrecha convivencia en el mismo espacio de realidades tan disímiles. Normalmente se asocia ese tipo de despilfarros con los megamillonarios que viven parapetados en búnkeres y comunidades cerradas, pero la ingente desigualdad se ha vuelto más democrática de lo que se piensa, y en un mismo evento masivo confluyen los polos más apartados del espectro socioeconómico.

Después, se revela la plena hipocresía de los principios de transparencia y responsabilidad social sobre los que supuestamente se mueven megacorporaciones como Ticketmaster, revelándose como lo que son: meras patrañas ideológicas para rentabilizar un supuesto buenaondismo, pues en última instancia su única responsabilidad es con sus accionistas y con las sacrosantas cifras de beneficios. Seguramente la investigación será todo menos transparente ni responsable, y poco a poco se irá diluyendo el tema. Ticketmaster pagará una multa irrisoria, hasta que se produzca un nuevo abuso sistemático que haga saltar las alarmas, con su consiguiente tormenta de ira en redes sociales, las mismas disculpas y pequeñas indemnizaciones, para que en la práctica nada cambie y la única empresa encargada de vender boletos para este tipo de espectáculos pueda continuar con sus abusivas prácticas cotidianas, sin que haya más opción que pasar por su aro una y otra vez.

Y la última gran mentira que esta viñeta pone de relieve es que vivimos en sociedades estructuradas bajo la libre competencia. En casi cada rubro relevante de la vida en comunidad, un rápido ejercicio arroja que son una, dos o tres megacorporaciones quienes cuentan con un poder monopólico u oligopólico, sin que el ciudadano de a pie pueda hacer gran cosa más que justamente quejarse en redes sociales, ni haya una autoridad estatal que pueda intervenir para modificar de raíz las prácticas deshonestas o abusivas. No en balde Mark Fisher identificó en el call-center el epítome de la pesadilla corporativa contemporánea, y cualquier persona que haya intentado comunicarse con alguna de estas corporaciones para hacer algún tipo de reclamación conoce perfectamente la interminable pesadilla por la que hay que pasar para primero poder hablar con algún ser humano, que pronto se revela como una máquina o engrane más del sistema frente al cual no existe nada qué hacer. La competencia es sólo un principio abstracto que en los hechos aplica para los pequeños o muy pequeños, pues estas trasnacionales monopólicas no enfrentan competencia alguna, ya no digamos de empresas sino, de nuevo, de gobiernos que pudieran regular de alguna forma sus abusos.

¡Viva el imperio del libre mercado y las grandes libertades que nos trae aparejadas!

Eduardo Rabasa

  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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