En una escena de The Big Lebowski que en general pasa casi inadvertida, el millonario productor de películas porno, Jackie Treehorn, obliga al Dude a ir a su casa para intentar sacarle información sobre el paradero del supuesto millón de dólares perteneciente al millonario Jeffrey Lebowski. En una especie de perorata preliminar, Treehorn se lamenta de que a causa de las películas porno realizadas por advenedizos con una simple cámara, ha bajado la calidad narrativa de sus propias producciones, pues ya no pueden invertir en trama, desarrollo de personajes y demás. Cuando le menciona al Dude que la gente olvida que el cerebro es la principal zona erógena, éste le responde: “¿Ah, sí? Yo todavía me masturbo manualmente”.
La anterior viñeta me vino a la mente a propósito del reciente revuelo causado por la opinión de Martin Scorsese de que las películas de superhéroes de Marvel en realidad le parecían más parques de diversiones estructurados en torno a una franquicia, que cine. Ante el escándalo que ocasionaron sus palabras, Scorsese debió ahondar en un artículo para el New York Times en donde explica que no es un tema personal, sino que en las películas de Marvel “no hay revelación, misterio o peligro emocional genuino. Nada se pone en riesgo. Son películas diseñadas para satisfacer un conjunto específico de demandas, y son diseñadas como variaciones de un número finito de temáticas”.
Si bien el problema aquí no es ciertamente la falta de presupuesto, del mismo modo que la disminución de calidad en las películas porno de Jackie Treehorn obedece a una lógica de mercado, las historias maniqueas de superhéroes en donde —¡oh, sorpresa!— después de cientos de batallas y explosiones manipuladas digitalmente, el bien derrota al mal por el momento (siempre hay que dejar el germen del retorno del mal para la siguiente película de la serie) podría igualmente obedecer a un fenómeno sumamente contemporáneo: la necesidad de pensar y sentir con base en categorías binarias (uno mismo-otro), rechazando en el proceso toda complejidad o matiz que convirtiera a una película o a algún personaje en algo o alguien moralmente ambiguo, a quien no pudiéramos situar cómodamente en el bando correcto (el nuestro, obviamente) o condenarlo públicamente como apestado. En ese sentido, tanto la pornografía de la violencia de Marvel como tantas y tantas obras estructuradas a partir de una pornografía del sufrimiento, donde la mera enunciación o abordaje de un tema espeluznante parecería constituir sin mayor discusión una obra artística en sí, apuntan hacia la misma dirección de dar a los consumidores, o sea todos nosotros, uno de los bienes más anhelados actualmente: la certeza de ser una persona moralmente intachable, a diferencia de todos esos seres despreciables que hacen del mundo un lugar tan hostil y violento como lo es en la actualidad.