En su ensayo “Fe y razón”, Roberto Calasso cuenta una anécdota en la que un discípulo le pregunta a Confucio qué haría si le tocara gobernar, a lo que este responde: “rectificaría los nombres”, pues, explica Calasso: “si los nombres no son correctos, si no corresponden a la realidad, el lenguaje no tiene objeto. Si el lenguaje no tiene objeto, la acción se vuelve imposible —y así todos los asuntos humanos se disgregan y administrarlos llega a ser fútil e imposible”.
De manera similar, en su ensayo “¿Qué es el fascismo?”, Orwell detalla que el término se utiliza para definir a prácticamente cualquier adversario político, al grado de vaciarlo de su significado: “Es posible apreciar que, de la forma en que se utiliza, la palabra ‘fascismo’ casi carece de significado (…) He oído que se le aplica a los granjeros, tenderos, los castigos corporales, la caza de zorros, las corridas de toros, el Comité de 1922, el Comité de 1941, Kipling, Gandhi, Chiang Kai-Shek, la homosexualidad, las transmisiones de Priestley, los Youth Hostels, la astrología, las mujeres, los perros y no sé qué tantas cosas más”. Razón por cual pide utilizar al menos el término con una cierta dosis de cautela, y no degradarlo al nivel de un insulto.
En una época como la actual donde buena parte de la lucha política se da entre narrativas en competencia, el nihilismo del lenguaje, donde casi cualquier término se puede utilizar de manera indiscriminada para sacar raja política, desempeña un papel crucial en el ascenso al poder de energúmenos que se valen en buena medida del lenguaje para gobernar por la vía de las urnas. A través de asociaciones simples o remedios milagrosos, muy vinculados a discursos de odio, los Trumps, Bolsonaros, Mileis (y demás epígonos que seguiremos atestiguando) movilizan a millones de electores a partir de pulsiones principalmente negativas, como el odio o la rabia ante la precariedad o la inseguridad. Y para ello se valen en gran parte de malabares lingüístico/conceptuales para culpar de todos los males a los migrantes, los delincuentes, la diversidad sexual, la educación o salud públicas, para con ello apretar otro poco la tuerca del sistema que beneficia y protege a una pequeña élite que cada vez acumula una mayor porción del pastel, excluyendo a la mayoría que ante la falta de opciones, parece cada tanto despeñarse en las urnas por aquellas que parecen más extremas o desesperadas.
Sin embargo, para que algo así cuele en la cúpula es normalmente porque replica lo que ya sucede de manera masiva, y el mismo nihilismo del lenguaje es bastante aparente en las incesantes opiniones en la esfera virtual donde, de manera similar a lo señalado por Orwell, se le puede llamar comunista o dictatorial a un gobierno que no cumple una sola de las características esenciales que aplicarían a dichos adjetivos; o cuando se incurre en la moda hípster de pedir la disolución del Estado (propuesta bastante alineada por cierto con Milei), sin un planteamiento razonado de cómo se organizaría una sociedad compleja de más de 100 millones de habitantes, o cómo se suplirían los servicios básicos de los que dependen millones de personas; o cuando se le llama libertad a la ausencia de límites para la rapacidad financiero/corporativa; o cuando se es o bien terrorista o bien defensor de la libertad según el bando desde el cual se cometen los mismos hechos.
Como bien estableció Confucio, al menos abogar por la precisión de las palabras puede abonar a contrarrestar un tanto la actual demencia organizada, que parece no tener final.