Se ha dicho mucho de la así llamada “generación de cristal” (jóvenes de 19 a 22 años de edad) y generalmente lo dicho siempre se refiere a conductas indeseables: que si no se les puede decir nada porque de todo se enojan, que si se quejan de todo, incluso de lo que es su “obligación” hacer, que si no aguantan nada, etcétera.
Pero poco se ha reparado en las causas que provocan estas conductas que nos parecen fácilmente juzgables y condenables.
Hace cuatro años, estas generaciones vivieron una de las peores experiencias de su vida y no sólo porque sobrevino a nivel mundial una pandemia que nos paralizó y nos aterrorizó sino porque nos arrebató espacios de vida que eran los poros por donde respirábamos. Incluso, literalmente, respirar, se volvió una amenaza para la vida de todas y todos.
Vinieron las confrontaciones y con ellas la vida externa se trasladó al ámbito interno de nuestras propias casas que dejaron de tener delimitaciones funcionales. La cama se convirtió en comedor y éste en sala de juntas y la cocina en laboratorio y así con todos los demás espacios físicos. El caos apareció y con éste la sensación de que el espacio nos quedaba cada vez más estrecho.
La pérdida de intimidad y del espacio propio se complicó aún más a medida que pasaban los días, las semanas, los meses y los años y la esperanza de volver a vernos dentro de unos días, se desvanecía con cada ola de covid que se anunciaba en la televisión o en la radio. En ese momento se fracturaron muchas más cosas de las que seremos capaces de imaginar algún día.
La hoy llamada “generación de cristal”, entonces eran adolescentes, como cualquier otro, con sueños y esperanzas pero también con luchas y dificultades que, al ser compartidas y comunes, daban una resiliencia que sólo proviene de la convivencia con otros y que les fue vedada, sin más.
Esta generación fue la que, de un día para otro, se quedó sin vida social y estudiantil. Las clases se convirtieron en aburridos e interminables monólogos por Zoom, los festejos de cumpleaños también, ni qué decir de las graduaciones en las que no pudieron abrazarse y acompañarse en la risa y celebrar la anécdota acontecida en algún punto de su vida de bachillerato.
La entrada a la Universidad, ese gran paso que genera ilusión y miedo por igual, nunca ocurrió porque nunca “entraron”, sólo se trasladaron de una plataforma a otra en el mejor de los casos o de una liga a otra, en el peor.
Estamos hablando de un quiebre contundente en su vida que los dejó sin amigos, sin espacios, sin experiencias nuevas y, en muchas ocasiones, sin familiares. De pronto se encontraron solos y sumergidos en una vida digital que no habían elegido y que se les había impuesto a fuerza.
Es lógico pensar que hubo rabia, mucha, muchísima. Hubo duelo por las pérdidas que no procesaban como pérdidas y hubo coraje y rabia por todo lo que les fue arrebatado, a ellos más que a otros, tal vez porque si hay una época en la vida en que los amigos son una fuente de estabilidad psicológica y emocional es la adolescencia y ellos eran adolescentes cuando nos tuvimos que quedar en casa.
Más rabia aún, de pensar que, otro día, también, abruptamente, se abrieron las puertas y tenían que regresar a un mundo que, por dos años les fue desconocido, lo único seguro que tenían era la cámara y micrófono de su computadora que prendían y apagaban a su antojo, era lo único que si estaba bajo su control y ahora se les pidió que actuaran como si nada hubiera pasado, como si la vida no se hubiera detenido dos años y pretender que nada se había perdido, que estaban mejor que antes y que eso que les arrebató sus sueños, ya estaba superado.
¿Cómo queremos que no estén enojados, si muchos de nosotros, sin haber sido adolescentes en esos momentos, también lo estamos? ¿Cómo pedirles que no sobre reaccionen ante la menor provocación cuando la vida fue muy injusta con ellos? ¿Cómo pretender que nada pasó y que no pueden o no deben actuar así cuando todo alrededor de ellos y en ellos mismos se derrumbó?
Ellos tienen una rabia contenida que no ha terminado de salir y de desahogarse, están enojados con la pandemia, con el covid, con el cubre bocas, con el confinamiento, con sus amigos que nunca volvieron a ver, con sus padres, con sus maestros, con todos y con todo. Y tienen razón de estar furiosos. Fue terrible lo que vivimos y no hemos vuelto a hablar de ello. Los espacios para hablar del covid están cancelados, nadie quiere hablar de eso, eso ya pasó y ya no importa; a menos de que sí importe. E importa mucho aún.
La rabia debe terminar de salir pero mientras no facilitemos conversaciones y espacios seguros para que se exprese, seguiremos teniendo heridas profundas que se cavarán más hondo a medida que menos se les permita nombrarlas y dejarlas sanar.
Si no queremos jóvenes que se enojen y sientan por todo, primero deben enojarse y sentirse por todo.
Después, y sólo después, podremos continuar el camino.