Comino, recordaba Tío Rafa que le decían cuando era niño y acompañaba a su padre en las labores del campo; trepado sobre el arado, desde ahí lanzaba semillas y cuando la milpa daba su fruto, gustoso arrancaba elotes y luego, ya secos, colaboraba desgranando mazorcas.
—Yo era muy chico y quería ser labriego, dirigiendo la yunta de bueyes —decía—; me subía en la cabeza del arado, entre la mancera y la tilera, según para que se enterrara más con mi peso y a’iba mi papá: paseándome a la vuelta y vuelta, y yo mirando a lo lejos para ver si mi mamá venía por el camino con unas memelas de guajillo, y mi papá: muy alegre, creo yo, porque lo oía chiflar la canción llamada “Hace un año” y también “Modesta Ayala”: estaban de moda en esos tiempos, cuando yo tenía cinco o seis años de edad y él decidió llevarme al colegio de mi pueblo otomí: Jonacapa, y quise aprender a escribir para decirles a mis padres: sí soy capaz de todo…
Tío Rafa decía que su abuela le contaba historias de cómo pasaban los soldados por el pueblo y abrían las trojes con maíz desgranado y mazorcas, para dárselas a los caballos, y como los caballos no digieren el grano, su abuela iba donde los equinos, revisaba el estiércol para hacerse de los granos de maíz, los echaba en un saco de manta y luego los lavaba y con ellos preparaba el nixtamal, que molía y con la masa: qué sabrosas tortillas echaba al comal, con el grano que estuvo en los estómagos del caballo y del humano.
Ya embarnecido, Tío Rafa atendió a las indicaciones de su padre para que buscara empleo; lo intentó en las cercanías, posteriormente en la vecina ciudad de Querétaro y después se trasladó a la Ciudad de México
Fue el único hijo varón de entre nueve. En la ciudad obtuvo empleo en la óptica América, ubicada en Venustiano Carranza casi esquina con San Juan de Letrán. Para entretenerse compraba una revista con chistes: Jaja, para entretenerse, aunque enfrentaba comentarios del tipo: “Eres como los burros, que cargan el pasto en sus lomos pero no lo pueden comer; así tú con los libros: los cargas pero no los sabes leer”. Decidió inscribirse en la escuela nocturna y concluir la primaria.
Posteriormente el oftalmólogo de la América estableció su consultorio en la calle de Homero, Polanco, y Rafa fue su secretario y recepcionista que organizaba expedientes de los enfermos antes de ingresarlos a consulta.
En sus ratos libres escribía, principalmente de su pueblo. Entre la familia recababa alimentos para los de Jonacapa, siempre necesitados, pues las tierras trabajadas no daban para sostenerse.
Bigotón, pulcramente vestido y con bata blanca, anotaba las citas y cuando el médico se lo indicaba, les conducía al consultorio. Amable y comedido, obsequiaba caramelos Laposse a los sobrinos que pasaban a saludarlo. Contrajo matrimonio con Epifania, su novia de siempre, y logró que sus hijos estudiaran la carrera de su elección. Decía que cada persona debería escribir —como él lo hacía— acerca de su vida, para que se supiera de su paso por este mundo:
Rafael Santiago Galindo, hombre de pocos estudios, pero hombre real…
Que ya descansa en paz, de nuevo en su pueblo otomí. Lluvia, y luego sol, le acompañaron.