En el mercado de la colonia lo conocen como el Niño Viejo debido a la piel arrugada y escamosa que ostenta en las partes visibles de su cuerpo, que apenas sobrepasa el metro y medio.
Es buen mandadero y no se queja, porque ofertas abundan para que vaya a entregar o recibir mercancía, montado en el patín del diablo que algún alma caritativa tuvo a bien obsequiarle.
Transita por la ciclopista o por las banquetas, esquivando a transeúntes y comercios callejeros. Por las mañanas se detiene ante el puesto de tamales para poner algo en la barriga, pide algo para procesar y nutrir o cuando menos calmar el hambre.
El Niño Viejo es competencia de Lalo el Loco, quien con frecuencia le reclama derecho de antigüedad e intenta sabotear su labor de mandadero.
—¿Quieres madrazus, quieres madrazus? —amenaza Lalo y coloca el puño cerrado ante el rostro del Niño Viejo, quien lo evade e incrementa la velocidad del patín sin inmutarse.
Lalo queda atrás, masticando leperadas y rascando los pelos de alambre que en abundancia pueblan su testa.
Fue Mauro, el pollero, quien con otros locatarios del mercado hicieron la coperacha para que un dermatólogo examinara la piel del Niño Viejo:
–Pensamos que mínimamente le diagnosticaría lepra, pero no. Dijo que alguna vez examinó a la madre del Niño Viejo y concluyó que era un problema genético que arrastraba la familia.
El Niño Viejo ya no tiene parientes, ni vivienda donde pernoctar. En una bolsa de yute carga la vieja cobija con la que se arropa por las noches, acurrucado en alguno de los puestos del mercado.
Apenas comienza a aclarar el día, el Niño Viejo bosteza, enrolla su cobija, la deposita en la bolsa y sobre el patín recorre los puestos para ver quién requiere sus servicios.
En el puesto de tamales y atole lo espera doña Linda con su torta y el vaso de unicel que rebosa atole champurrado o arroz con leche: su cotidiano desayuno.
—Ora sí que se te pegaron las cobijas, viejito. Ándale, desayuna y vete a buscar en qué ocuparte para que te ganes un dinerito. Ya mero acabalamos para que te compres unos zapatos, mira qué desgarrados están ya esos que traes.
El Niño Viejo recibe el obsequio y se apoltrona en una banca, frente a la iglesia. Engulle con lentitud; perdida la vista a lo lejos, ignora a quienes lo saludan:
—Ésele, Viejo: cuando te termines tu almuerzo te reportas, necesito que me consigas unas armellas para ponerle candado a mi puesto: me lo abrieron los ratas y se llevaron mercancía…
El Niño Viejo asiente y sorbe del vaso. Del bolsillo de su pantalón extrae un puñado de monedas, las cuenta y se dirige a la tienda. Paga y recibe un par de cigarrillos. Vuelve a la banca, extrae un encendedor de su bolsillo y fuma con calma.
—Ya estás con el vicio, Viejo. Mejor te hubieras comprado un cuartito de leche —le dice el hombre de la sotana, que barre la banqueta del frente de la iglesia.
—Cuando termines, pasas, para que me consigas unas medicinas, ¿oíste?
El Niño Viejo asiente con la cabeza y pasa bocado. El fresco de la mañana enrojece sus mejillas. Sacude las moronas que cayeron sobre su pecho y apura los restos del desayuno. Luego, coge la patineta y se santigua antes de ingresar al templo.