Luego de la comida, Malva volvió a la azotea para enjuagar la ropa que desmugró en la veterana lavadora. La diabetes incrementa el cansancio y la modorra. Pero quiere aprovechar el sol vespertino y el ligero viento para secar los trapos.
Su viejo no tarda en llegar de la chamba. Casi es hora de llenar la bodega de los alimentos. Echa un vistazo a la cacerola: el picadillo hierve con papas y chilacas. Quita el tapón a la olla exprés donde coció frijoles con epazote, ajo y cebolla. El vapor escapa y esparce un aroma que abre el apetito.
En una tinaja deposita la ropa que extrae de la lavadora y se dirige nuevamente a la escalera que conduce a la azotea, donde tenderá su ropa. Las varices acrecientan su paso cancino. El cielo luce despejado y el ambiente, bochornoso.
—Hazte a un lado —le dice al perro que duerme bajo la escasa sombra de la marquesina. —Quítate que te piso el rabo, recabrón.
El akita no se da por enterado. Malva deposita sobre la barda la tinaja con ropa y procede a tender los tiliches. Una ligera brisa se esparce. La Chona, su cuñada, cuelga en los mecates los overoles del marido.
—Ay, mana, el sol está que arde. Bueno para la ropa, pero qué joda. Y con este airecito capaz que se viene el terregal.
—Pero primero que oree la ropa y así me encierro a planchar el tambache que se me ha juntado.
—Yo también. Prendo la tele, para escucharla porque ni la veo. Y a desarrugar tiliches.
—Sale, mana. Te veo al rato.
Malva sacude los tiesos pantalones de mezclilla y con ganchos los prende a los mecates. De la frente le escurre sudor. En la azotea vecina Jova también tiende. Aprovecha que su hija volvió de la escuela para encargarle el estanquillo: que atienda a los chiquillos que van por refrescos para la comida.
—¿Viste las noticias, con la abuela que baleó a sus inquilinos? —pregunta Jova.
—Chale, mana: una familia con difuntos y la abuela se va a morir en la cárcel: imagínate cuántos años le van a echar.
—Todos los que le quedan de vida, y quedará a deber.
—El mundo está cada vez más loco. La abuela empistolada, valiéndole madres. Y el chamaco que se echó, según las noticias, no era blanca palomita.
—Como quiera que sea, está cañón eso de hacerse justicia por mano propia. Aunque si vas y denuncias, nunca te hacen caso; la justicia es como el perro, que nomás con dinero baila.
—Ni abrazos ni balazos, digo yo. Pero la gente se harta y enloquece. Yo creo que el calor influye y altera la mente de la humanidad. Ya hasta hablan de guerra mundial.
Un leve torbellino se forma en la calle, levanta basura, alborota la copa de los árboles, agita los cables.
—Dicen que febrero loco, que marzo otro poco, pero ya es abril y mira: se viene el terregal. Luego vengo y platicamos —dice Jova y se va. Malva decide no tender la ropa. Irrumpe un ventarrón. Una enorme lámina de zinc se desprende del techo de Jova y se estrella contra la escalera de Malva, revienta su tendedero. El estruendo atrae a los demás inquilinos, Suben y ven a Malva pálida por el susto. La lámina pasó a escasos milímetros de su cabeza.
—Muérdale al bolillo para que no le haga daño el susto, vecina, y dele gracias al Señor: mire nomás el laminón, casi la descabeza…