Ahora, la culpa es de las lluvias. Culpables de que el tráfico se desquicie, de que la gente llegue tarde a su trabajo; que se multipliquen las enfermedades broncopulmonares, porque saliste del Metro a medio rostizar y a la salida te recibe un chipi chipi que no empapa pero cómo remoja.
“La lluvia que aquí cae, para el campo debería moverse; allá sí que hace falta, porque aquí todo el líquido se va a la alcantarilla y de ahí al Gran Canal, puro desperdicio”, considera el Román y apresura al chalán para que mueva el esqueleto, para que lo menee por completo:
“Ahorita que el cielo está despejado es cuando hay que meterle velocidad, porque si no, no sacamos ni para los camiones”, alega.
Román es el maistro albañil que está a cargo de la construcción del David, quien por fin se animó a erigir un par de cuartuchos sobre el terreno que don Tomi y doña Mari le cedieron como herencia:
“Ahí tú sabes si aprovechas. Y de una vez, no quiero que luego los hijos se anden matando por un pedazo de tierra, que ni trabajo les costó pero que sienten les corresponde”.
Como muchos otros paisanos, Román dejó las tierras flacas que su padre le heredara y se fue rumbo a la gran ciudad para hacerse de un oficio, mientras se empleaba en lo que caiga.
“Y lo primero que encontré fue la macuarreada: no me arrepiento, desde entonces aquí me tienes y aquí sigo, en este noble oficio que hasta para darle escuela a los chamacos me ha dado”.
La temporada de lluvias es la menos propicia para el trabajo del albañil. Si ya coló el maistro un tramo de losa, ahí establecerá su centro de operaciones: será bodega y espacio seco donde el chalán contará con espacio para preparar la revoltura o la mezcla a salvo de los aguaceros propios de la temporada.
“Lo difícil es encontrar chalanes que quieran aprender el oficio y que le echen cerebro para que de volada sean medio oficial: ya de ahí le falta menos para oficial de tiempo completo”, alega en voz alta para que lo escuchen los aludidos y se apliquen.
“No quieren ensuciarse, los chamacos. Se desobligan sin pena alguna, como si todo se merecieran. Dejan la escuela, nomás quieren vagancia y si es con noviecita, mejor, hasta que la vida se les pone enfrente y se dan de topes, hasta que entienden que se aplican o se aplican o se lo pasarán de perico-perro: con ganas de tener todo y sin dinero para comprarse algo”.
Román se llena la boca repitiendo, a quien quiera escucharlo, que gracias a la macuarreada ya en casa hay dos licenciados y una contadora que está por titularse:
“No me afrenta reconocer que se suda, pero también que en este oficio se goza. Nomás es cuestión de agarrarle el modo, de aplicarse para que las hiladas de tabique nos queden derechitas y no como sube y baja, de pilón desplomadas. ¿Para qué exponerse a que llegue el patrón y a patadas eche abajo los muros suecos? Hay que querer el oficio, pues sino para qué lo escogió uno, ¿no? Pa’ qué, pues. Al menos eso es lo que me inculcaron y siento comomio. El papá, la mamá, le metieron a uno que había que cumplir con algo sagrado que es la chamba, y así pienso. No es difícil, cosa de encariñarse, nomás y darle con fe, que de ahí come uno y los que con uno”.