Quién se anima a correr

Ciudad de México /

Que un río se desbordó y un cerro se desgajó, aplastó gente; que en las calles el agua subió hasta la banqueta; que debido a una avalancha de lodo, familias quedaron sin hogar; que las coladeras, en lugar de llevarse el agua, se convierten en manantial de suciedad; que el paradero de autobuses ya es lago…

La temporada de lluvias en la gran urbe hace que, como los hongos, los vendedores de sombrillas y capuchas de hule aparezcan y oferten su mercancia a quienes no previeron y pugnan porque el chapuzón se les resbale.

–A diez, a diez varitos lleve su impermeable, para que no se moje, para que no se moje hasta que escampe: llévelo-llévelo, bara, bara-baratooo, llévelo-llévelooo…

Bonito es ver llover y no mojarse. Bajo toldos y marquesinas los urbanitas se guarecen, aunque no pueden evitar que el calzado se les empape y cale más allá de los calcetines.

–Y habrá qué ver cómo se comportan los convoys del metro: seguro habrá retrasos, sobre todo en los tramos donde los trenes van con el cielo como techo –vaticina la doña que busca cubrir con tu cuerpo al par de bodoques que intentan mantener las mochilas escolares a salvo de los goterones, que fluyen desde toldos y marquesinas de los comercios. 

–Esperemos si se equivoque, seño: ya ve que en otras ciudades las inundaciones han aparecido. Mal por los chamacos que van a la escuela por la tarde, que es cuando más se sienten los remojones.

–Y el tránsito se pone del caracho. Vivo hasta Valle de Chalco y en otras ocasiones hasta cinco horas me he tardado en llegar a su pobre casa. Y los choferes de camiones, combis y pecerdas se aprovechan de la ocasión y hasta triplican en el precio del pasaje, porque tardan más buscando evitar los embotellamientos, los jijos.

–Pues yo vivo hasta Amecameca y en ocasiones me he quedado mejor en un hotel de paso: porque han de saber que las ratas no descansan y siempre va uno expuesto a los atracos —comenta el don que cubre su canasta de dulces con un plástico para salvar su mercancía—. Y falta que los choferes decidan ya no bajar por pasajeros…

Los conductores, particulares y del servicio público, no aminoran la velocidad al pasar sobre los charcos y parecen gozar las salpicaduras a los transeúntes:

–Hijodesú… Fue adrede que nos mojó, mire nomás cómo va carcajeándose el recabresto. Pero hay un Diosito que todo lo ve, y ha de pagar caro su mal’obra, caro ha de pagar.

–Que poca abuela de hombre, nomás por jeringar al prójimo: ojalá y le caiga un rayo y lo rostice, para que ría más… Ya verá.

–Mire a la de las plantas medicinales: no previó el chubasco y se le remojaron.

–Y falta subirse al Metro: todos apestamos a perro muerto y remojado. Más el aroma a patas y sobacos.

–Y ni modo que se trepe uno al camión: no van ni para atrás ni p’adelante. 

–Ya verá los encharcamientos: se olvida que aquí hubo un lago. Y tiene memoria, cómo que no.

–Pues nomás que amaine pegamos carrera a la estación, nomás estamos a dos cuadras…

–Habrá qué ver quiénes se atreven a correr: si nomás con asomar las narices uno ya está empapado.

Comienza a oscurecer. Las lámparas del alumbrado público titilan. Camiones y pecerdas lucen atestadas. Los taxis, ocupados. Y la lluvia va pa’ largo.


  • Emiliano Pérez Cruz

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