El tendero de la esquina de la casa puso seis sillas en la entrada del comercio, y la gente agradece: porque retorna del mercado cargando las bolsas del mandado y encuentra esa invitación a un descanso, y lo toma.
Es la hora del calorón y la sombra que la tienda ofrece es el oasis que a muchos apetece. Las señoras aprovechan la ida a la escuela para recoger a sus bodoques y con ellos irse al mercado para hacerse del mandado.
Además, las sillas ofrecen al tendero clientela relajada, dispuesta a adquirir papitas fritas y refrescos de cola. También permiten conocer las recientes noticias que al barrio atañen: que el carro de la basura no ha pasado; que el vendedor de agua embotellada se hace del rogar para subir al segundo piso; que el cartero ya ni correspondencia trae porque quién a estas alturas escribe cartas…
Comedido, el tendero coloca refrescos en una charola y los ofrece; con el solazo encima a cualquiera se le antoja algo fresco y dulce.
Los chiquillos se lucen y atosigan a las mamás con pedidos de papitas, chetos, pastelitos cremositos…
—Pues qué se creen: que yo tengo la maquinita de hacer dinero o qué —protesta la progenitora, pero se conduele, abre el monedero y tiende las monedas suficientes a los chiquillos para que satisfagan su antojo.
—Llegando a la casa se quitan el uniforme, lo guardan bien y ayudan con el quehacer. A ver si así como piden aprenden a dar— indica la mamá y vuelve al chisme con la vecina.
—Mami, en lo que platicas dame para ir a la papelería por unos mapas de México que pidió el maestro.
—Puro dame y dame. Así les voy a estirar la mano cuando trabajen: dame y dame, hasta que se harten y me manden por un tubo.
—Así me traen también azorrillada mis chiquillos con la pedidera de dinero. No tienen llenadera. Y mi viejo ni para cuándo me incremente el gasto, no le han aumentado el sueldo desde el año pasado…
—Su marido siquiera tiene sueldo, el mío depende de las propinas que le den en el supermercado, y cada vez la gente pichicatea más el dinero.
—Ahí viene el loco: nomás estira la manota y no la quita hasta que le das una moneda. Ojalá y se pase de largo.
—Ya viene hasta las chanclas, trae la estopa mojada en thiner y mire nomás qué jalones le da, por eso los labios se le han puesto como chicharrones.
Es la hora en que la calle se anima, alumnos salen y entran los del turno vespertino. La fila en la tortillería crece.
—Yo voy por las tortillas y tú adelántate y préndele la sopa para que vaya calentándose, porque estos chiquillos vienen bien hambrientos de tanto correr en la escuela— ordena la vecina a la hija mayor—. Ándale, allá te alcanzo.
Así como se atestó, en pocos minutos la calle vuelve a quedar vacía. Las vecinas dan el último trago a su refrescos, cogen las bolsas del mandado y emprenden el camino a casa.
—Hay que terminar el quehacer antes que llegue el marido y ponga cara de fuchi. Sí, lo bueno es que los mayorcitos ya ayudan. Luego, a revisar tareas. Si no, los chamacos se hacen tarugos y no cumplen.
—Así son también los míos, hay que andar detrás de ellos, arreando para que hagan las cosas.
—Pues sí: aunque sea a empujones, pero que se acostumbren a colaborar con las tareas de la casa.