Clarice necesita la ayuda de Hannibal para resolver el caso de Buffalo Bill, el asesino de mujeres que, además, les arranca la piel, en el filme The Silence of the Lambs (1991), que ha ocupado las últimas dos entregas.
Sí, la estudiante del FBI pretende salvar a la hija de una senadora, que ha sido secuestrada precisamente por el despellejador.
Y le pide a Lecter que analice el expediente del caso, que le ofrezca algunas pistas.
Clarice intenta hacer el bien con la ayuda del mal. Vaya paradoja que encarna nuestra detective.
Aunque no debe extrañarnos esta fórmula.
Starling, a la deriva de sus obsesiones, se deja llevar por un juego de su interlocutor.
“Quid pro quo”, le dice Lecter, una frase que, de acuerdo con el diccionario de la RAE, significa “algo a cambio de algo”.
“Yo te digo cosas y tú me correspondes”, le aclara, “pero no sobre el caso, sino sobre ti. ¿Sí o no, Clarice?”
Y sorprendentemente, ella confiesa que su madre murió cuando era muy pequeña y que su padre, quien representaba todo su mundo y que era policía, cayó en el cumplimiento del deber.
En dos ocasiones, presenciamos este trauma de Clarice, dramatizado por el uso de la cámara subjetiva, como si flotara un fantasma hacia el origen de su desconsuelo.
“Al morir tu padre quedaste huérfana. ¿Qué pasó después?”, le pregunta Lecter.
Clarice alarga un silencio y responde que se fue a vivir con la prima de su madre y su esposo a un rancho que tenían en Montana, donde criaban caballos y ovejas.
“Viví con ellos diez meses”, añade. “¿Por qué tan poco tiempo?”, ahonda Lecter. “Es que me escapé”, responde ella, y él pregunta que si huyó por alguna agresión del ranchero.
“No”, reconoce Starling, “era un hombre muy decente”.
Es en este instante cuando la niña parece encontrar a otro padre, compartiendo sus memorias más punzantes e íntimas.
Ese padre es inteligente, ha sido gentil, pero es asesino y caníbal; ha quebrantado dos de los tres tabúes que, según Freud, están presentes en la mayoría de las culturas del planeta.
Dos luces brillan en la conciencia de Clarice, creando una ambivalencia.
Por un lado, ve a Hannibal como ese Cronos que engulle a sus hijos cuando nacen y, por otro, lo percibe como ese padre que frenará su ira y que no transgredirá el tercer tabú: el incesto; en otras palabras, que no la devorará a ella.
De esta manera, ese gran monstruo realiza una labor de padre y ayudará a Clarice a entender la maldad del mundo, incluyendo la oscuridad que lleva dentro.
Y cabe preguntar, ¿dónde está el terror en esta historia? Pues ¿no es esa la misión de todo padre que cumple con su papel?