Pensemos como el psiquiatra Hannibal Lecter, nuestro monstruo en “El silencio de los inocentes” (1991), filme que ha ocupado esta columna durante las últimas semanas.
Lecter ve que ha llegado hasta su celda una mujer muy atractiva, vestida con gusto austero, y tan joven que todavía es estudiante en la academia de policía.
Se da cuenta de que ella necesita su ayuda, y por eso decide crear una relación de dependencia.
Después de tanto tiempo en prisión, Clarice será su única ventana al mundo.
Así que Lecter también la necesita. No solo porque por medio de ella puede enviar mensajes a los directores del sistema carcelario y usar el caos de su maldad para romper el orden del encierro.
La necesita porque desea sentir esa dimensión humana oculta en su memoria y que lleva como nombre “amor”.
Ese impulso es ambivalente: sexual y, a la vez, carnal (literalmente, le gustaría comerse a Clarice), pero también es filial, de clan.
Decide llevar a cabo un plan. Como sospecha que Clarice tiene una relación conflictiva con la figura paterna, indaga al respecto, imponiéndole a ella la dinámica del quid pro quo. Así confirma sus sospechas.
Al mismo tiempo, asume que dentro de Clarice hay una voz sádica, una voz que la humilla y la acosa con insinuaciones sexuales.
Y él toma el lugar de esa voz; quiere saber cómo reacciona ella ante los íntimos demonios con los que debe pelear cada día.
Para su sorpresa, descubre que Clarice sabe que él está usando esas voces para controlarla; controlarla por deseo, por un deseo de amor.
Pero entiende que, al igual que él, ella es dos.
Ella se defiende, así como él se oculta tras sus vulgaridades, y él sabe que es sincera, que le habla con el corazón, de la misma manera en que él la escucha y le habla con la verdad.
Así llegan a la historia de los corderos.
Ocurre en Tennessee, lejos de Baltimore. Starling visita a Lecter mientras él se encuentra en una jaula como un pájaro.
Ella quiere toda la información sobre Buffalo Bill, pero Lecter le dice quid pro quo, y le pregunta por qué huyó del rancho en Montana cuando era niña.
Escuché gritos en la noche. Eran balidos de corderos. No podía dejar que los mataran a todos, le responde ella. Si al menos pudiera salvar a uno, pensé, quizá así podría salvar a todos. Y es lo que hice.
Lecter le interpreta la escena. Quieres salvar a la próxima víctima de Buffalo Bill para acallar el llanto de los corderos, ¿no es así, Clarice?
Ella responde que sí. Lecter entra en éxtasis porque ha llegado al fondo de esa mujer y la ha devorado.
Pero no ha llegado al fin de su plan. Antes de que Clarice se vaya, forzada por guardias y el odioso doctor Chilton, Lecter la llama para regresarle el expediente.
Clarice se acerca. Es la última vez que verá a Lecter, que hablará con él.
Al regresarle las carpetas, Lecter la toca con un dedo, solo un instante, como si fuera el único contacto de amor posible: un contacto de la piel que ella recibe con agrado, sintiéndose segura en aquella relación secreta entre los dos.
Ese fue el instante en que Lecter volvió a ser humano, y ocurrió con Clarice, con la pequeña heroína que se enfrentó al llanto de los corderos y quiso salvarse con uno de ellos.
Lecter está listo para su último acto.