Hagamos una pausa en la serie mítica lunar de estas semanas para respirar y vivir una luna llena real.
El jueves pasado, mientras regresaba del trabajo poco después de las cinco, descubrí la luna brillante de diciembre, elevada en el firmamento.
Me sorprendió que el resplandor plata contrastara con el azul acero del atardecer.
Justo del otro lado, en el oeste, el sol se hundía detrás de las montañas, y minutos después se perdería en el océano.
El cielo aún conservaba la claridad del día, y en las escasas nubes de la costa central californiana se divisaban destellos amarillos.
Me apresuré a llegar a casa, donde Snoopy y Maestro me aguardaban para nuestro paseo vespertino.
Pocas veces salimos tan tarde. Como en mi ciudad no hay alumbrado y estamos rodeados de colinas con altísimos robles, es preferible pasear antes de la caída del Sol, o en noches de luna llena, como la de este jueves.
En las ciudades alumbradas, la Luna es una farola más en el techo de la noche.
No obstante, en las zonas rurales —como donde vivo— se transforma en una antorcha.
Cuando empezamos a caminar, sobre el terreno oscuro se extendía una luminosidad azul.
La luz se filtraba entre los árboles y en el aire parecía flotar una niebla fluorescente que hacía de las sombras cuerpos transparentes.
El silencio era casi absoluto, y la soledad solo era interrumpida por las luces navideñas que se divisaban en la lejanía.
Fue imposible no pensar —como en otras ocasiones— que caminaba en el pasado, o como lo hicieron nuestros ancestros antes de la invención de la luz eléctrica.
Comprobé una vez más que la noche se abre para alojar el resplandor de la Luna: una noche para visitar —paradójicamente— la noche.
En el camino, Maestro —unos pasos al frente, unido a mí por la correa— olfateó algo.
Al acercarnos, distinguí una bola de pelo en el suelo. ¿Un conejo? ¡Qué conveniente! No, era un gato acurrucado que pronto salió corriendo como una aparición.
El can ladró, lamentándose de haber perdido su oportunidad.
Más tarde, cuando era el turno de Snoopy y subíamos una colina, giramos la cabeza hacia unas sombras que se movían.
Una familia de venados se alejaba de nosotros, aunque podría haber sido cualquier otra creatura: un ave, otro ser humano, o —como en la selva— un jaguar.
No había duda de que no estábamos solos, aunque la ausencia de sonidos no revelara otras presencias.
Alcé la mirada hacia la Luna, la gran Luna: la nitidez de una circunferencia, la intensidad de una luz que no arde, el conejo de perfil, reflejando la vida de la Tierra.
Estaba —ciertamente— ante un esplendor inabarcable, quizá solo comparado con la fuerza del Sol, momentáneo, sutil y maternal.
Pensé en la columna que tenía que escribir para el sábado, en el mar y la selva de los mayas.
Pensé en Ixchel y su dualidad de joven que sube a la cima de su existencia durante la Luna llena para luego convertirse en mujer mayor.
Y ahora que había sentido esa plenitud —la respiración de los astros— en la experiencia cotidiana, estaba listo para escribirla. La leeremos sin falta la próxima semana.
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