Un cometa aparece en el firmamento como una estrella con cabellos que el aire parece peinar. Vaga por el espacio, a diferencia de las estrellas, los planetas y el Sol, siguiendo trayectorias en apariencia caprichosas.
Nuestro primer vigilante del cielo, Fray Diego Rodríguez, interpretó que ese cuerpo brillante y las hebras que tremolaban a gran velocidad referían la historia de un mito.
Pensó que un cometa era fuego y agua a la vez, un hijo híbrido de dos elementos en constante oposición, un joven altivo que deseó conducir por sí mismo los carros de lumbre en el cielo.
Pensó en Faetón, hijo de Clímene, ninfa del océano, y quien recientemente había escuchado que su padre era Helios, deidad del sol.
Así nos cuenta Ovidio en Metamorfosis el momento en que Faetón busca a su padre, como un Juan Preciado mitológico, para aclarar las dudas en su ánimo.
El joven entró en el palacio del Sol, casa alzada sobre altas columnas, brillante como el destello del oro y del bronce ardiente.
Se acercó a quien le habían dicho era su padre, pero se detuvo.
Sus ojos no podían soportar el destello a una distancia tan corta.
Helios vestía una túnica púrpura y estaba sentado en un trono brillante con esmeraldas.
A su derecha e izquierda se erguían el Día y el Mes, el Año y el Siglo. Y las cuatro estaciones se acantonaban equidistantemente.
La joven Primavera llevaba una corona de flores; el Verano estaba desnudo, con solo una guirnalda de espigas; el Otoño tenía manchas de uvas machacadas; y el gélido Invierno se encrespaba con un pelo tan blanco como la nieve.
Sentado en el centro, Helios tornó los ojos (que todo lo veían) hacia el joven pasmado ante el mundo que era nuevo y extraño para él. Le dijo:
—¿Por qué has venido a este alto lugar, Faetón, hijo que ningún padre puede negar?
Y Faetón respondió:
—Oh, Lumbrera Universal del Mundo, Helios, padre mío, si es que puedo llamarte padre y Clímene no está disimulando su culpa: dame una prueba para que todos me conozcan como un hijo tuyo y así acabe esta inquietud que me persigue.
Al terminar, su padre se quitó la corona de rayos relucientes y le dijo que se aproximara. Dándole un abrazo, pronunció:
—Mereces llamarte hijo mío. Clímene reveló tu verdadero origen. Y para que no dudes más, te daré cualquier cosa que me pidas.
Mi testigo es el pantano estigio, por el cual juran los dioses, aunque mis ojos no lo hayan visto.
De inmediato, el joven pidió que lo dejara conducir su carruaje por un día y controlar el poder de sus caballos. Pero el padre lamentó su juramento.
Y agitó la cabeza luminosa tres, cuatro veces en señal de arrepentimiento.
Pero ya era demasiado tarde para desdecir sus palabras ante el ímpetu del hijo.
¿Qué hará Helios? ¿Dejará a Faetón el alumbramiento de un nuevo día pese a su inexperiencia, su prisa y su corta edad?
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