El padre Sol falló en prudencia, pero no en amor.
Cuando Faetón, su hijo, le pidió una prueba de paternidad, el dios respondió de inmediato que le pidiera cualquier cosa para calmar sus dudas.
Faetón pidió entonces que lo dejara conducir el carro del sol por un día, tal como leímos la semana pasada.
Esto era posible, aunque ¿era prudente? De esta manera, Helios, el Sol, le dijo:
Lo que deseas es peligroso, supera tu fuerza y es muy complejo para tus años de juventud. Tu destino es mortal y lo que pides no lo es.
Sin saberlo, aspiras a lo que otros dioses apenas pueden manejar.
Nadie está autorizado, con la excepción mía, para ocupar el estribo de los carros de fuego.
Ni siquiera Júpiter, el poderoso olímpico que posee el poder de los rayos, puede conducir estos caballos, ¿y quién es más grande que él?
Así, Helios advirtió a Faetón que la cuesta del amanecer era tan empinada que los caballos, aun descansados, batallaban para subir.
La mitad del camino, continuó el poderoso padre, es tan increíblemente alta que yo mismo me estremezco al mirar hacia abajo y contemplar el mar y la tierra, y el corazón me late con una intensidad temeraria.
Y al final existe una caída tan profunda que se necesita tener una mano muy firme.
Helios explicó que los caballos no solo corrían en contra de la traslación de la Tierra sino de todo lo demás en el universo.
¿Podrías resistir tal fuerza sin que te arrastre?, le preguntó Helios. Piensas que allá arriba existen bosques, ciudades de dioses, suntuosos templos enriquecidos por ofrendas. Pero no.
El camino es agreste y acechan bestias salvajes. Deberás evadir los cuernos de Tauro, las flechas de Sagitario, las fauces de Leo, las pinzas de Escorpión y las tenazas de Cáncer.
Y el padre explicaba que los caballos, jadeantes, exhaustos y encabritados, eran difíciles de controlar y que, a veces, no lo obedecían.
Y habiéndole dicho esto, le suplicó a su hijo: No dejes que te dé un regalo mortal.
Todavía hay tiempo para que reelabores tu petición. Si de verdad deseas prueba de que eres mi hijo, este nerviosismo debe bastarte, que es el miedo de un padre por su hijo.
¡Solo mírame el rostro! Si al menos pudieras ver dentro de mi corazón, ¡comprenderías lo que siente un padre!
Y no bastando estas palabras, Helios intentó por una última vez disuadir a su hijo, diciéndole que de todo lo que existía en la tierra, el mar y el cielo, le daría lo que él quisiera.
Pero Faetón no cedió, y ardiendo de deseo, insistió en cumplir su plan.
Su padre dilató el momento de cumplir su promesa, hasta que caminó con el joven hacia el vehículo majestuoso, obra de Vulcano.
Su eje era de oro, así como el poste de dirección y el borde de las ruedas. Los radios eran de plata.
En el yugo había piedras preciosas en forma de flecha, que reflejaban la luz centellante del dios.
Y mientras el joven contemplaba con asombro esta obra de arte, la Aurora iba despertando y abrió de golpe las puertas al resplandor rosicler del oriente, y las estrellas huyeron, comandadas por el Lucero de la Mañana, y fue ella la última en irse del cielo.
Al ver esto el Sol, los cielos se enrojecieron y los cuernos de la Luna desaparecieron.
Entonces, le ordenó a las Horas enganchar los caballos, y él mismo sacó los garañones del establo, cuyo aliento era de fuego y habían bebido ambrosía, y los condujo hacia donde estaba su hijo, listo para cumplir su promesa.
*Traducción y selección personal de “Metamorphoses”: Ovidio (Hackett; trad. Stanley Lombardo).