Gil siguió al Hombre Naranja en su delirante camino de poder y venganza. Ahora resulta que Trun, como decía Liópez, convertirá Gaza en un lugar extraordinario, sin palestinos, desde luego. Por fortuna aún hay libros como éste: David Grossman, El precio que pagamos (Debate, 2024). Gil ofrece algunos subrayados. Aquí vamos.
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Lo que está sucediendo hoy es la concreción del precio que Israel tiene que pagar por haberse dejado arrastrar durante años por un liderazgo corrupto que lo ha llevado hacia el abismo destrozando las instituciones judiciales y su misma integridad, fuerzas armadas y el sistema educativo; un liderazgo dispuesto a poner al país en peligro existencial sólo por salvar a su primer ministro de ir a la cárcel.
Horroriza pensar que hemos colaborado durante años con todo ello. Pensar en la enorme energía, la actividad y el dinero que hemos dilapidado mientras mirábamos pasmados a la familia Netanyahu y sus calamidades a lo Ceaušescu.
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Pero no nos confundamos ni nos equivoquemos, porque a pesar de toda la ira que podamos sentir contra Netanyahu, contra los suyos y su proceder, el horror de estos días no lo ha provocado Israel, sino que el artífice ha sido Hamás. Porque, aunque la ocupación sea un crimen, perseguir a cientos de civiles, a niños, a sus padres, a ancianos y enfermos, yendo a por ellos de uno en uno para dispararles a sangre fría, es un crimen todavía más atroz. La perversidad también tiene su jerarquía.
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Hasta el momento en que escribo estas líneas (finales de febrero de 2024) han muerto en la Franja de Gaza, según datos del Ministerio de Sanidad gazatí, encabezado por Hamás, más de treinta mil palestinos, entre los que se encuentran numerosos niños y civiles, parte de los cuales no pertenecían a Hamás ni se encontraban en ningún frente.
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El conocido estudioso de la cábala Gershom Scholem acuñó la frase “Toda la sangre fluye hacia la herida”. Ese es el ambiente en el que se mueve hoy Israel casi cinco meses después de la masacre. También hoy, todos los temores, la conmoción, la rabia, el luto, la humillación y el deseo de venganza, todas las energías espirituales de un pueblo entero siguen fluyendo hacia allí, hacia la herida, hacia al abismo por el que estamos cayendo.
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Una reflexión me asalta ahora sobre estos pueblos torturados, el israelí y el palestino, para los que el trauma de su condición de refugiados resulta tan esencial, y a pesar de ello no se encuentra en ninguno de los dos ni el más pequeño rastro de empatía por la tragedia del otro, por no hablar de la absoluta ausencia de compasión.
Y otro fenómeno bochornoso más ha aflorado a raíz de esta guerra: Israel es el único país del mundo para el que parece legítimo pedir su destrucción.
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La esperada crítica política que debería tener por objeto tan compleja situación se convierte, cuando se trata de Israel, en una crítica llena de odio que sólo la destrucción de este país podría llegar a atemperar, aunque ni siquiera eso es del todo seguro. Tales deseos no se oyeron, por ejemplo, cuando Sadam Husein asesinó con armas químicas a miles de kurdos. Nadie salió entonces con soflamas en pro de borrar a Irak de la faz de la Tierra. Solo cuando se habla de Israel está permitido exigir pública y abiertamente ni más ni menos que su destrucción.
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¿Quiénes seremos los israelíes y los habitantes de la Franja de Gaza cuando llegue a su fin esta larga y cruel guerra? La memoria de las atrocidades que los dos pueblos han cometido el uno contra el otro seguirá ahí por muchos años, solo que todos tenemos bien claro que en cuanto Hamás vea la oportunidad se apresurará a cumplir con lo que expresa abiertamente en su Carta Fundacional: el deber religioso de destruir Israel.
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Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el mesero con la charola que soporta el Grey Goose, materia prima de los gansos salvajes, Gamés pondrá a circular la greguería de Ramón Gómez de la Serna por el mantel tan blanco: “el cráneo es la bóveda alta del corazón”.
Gil s’en va