Gil bajaba el telón convertido en una estopa. Así caminaba sobre la duela de cedro blanco del amplísimo estudio hasta que encontró la bien llamada Mesa de Novedades y en lo alto de una pila de libros, el ejemplar que Gamés necesitaba en este momento: La vida a ratos, de Juan José Millás, una novedad de Alfaguara que aún huele a tinta fresca. Casi 500 páginas de un diario personal que trata de todo y de nada, como la vida misma. Millás es capaz de descubrir los aspectos más extraños de los objetos, los segundos más sobrecogedores de la existencia y los ángulos más chocarreros de las situaciones de la vida cotidiana. Gil sigue leyendo hipnotizado estas páginas, pero mientras no ha podido soportar la tentación de arrojar a esta página del fondo algunas iluminaciones de la vida a ratos.
···
Martes. A partir de cierta edad, deberían añadir a nuestro nombre el prefijo “des”. Así yo me llamaría Desjuanjo en vez de Juanjo. ¿En qué momento empezar? A eso de los cuarenta, cunado nos hallamos más o menos a la mitad de la vida. Si durante la primera parte tiene uno todo el derecho a ser llamado Antonio o Luis, durante la segunda y habida cuenta que empieza la deconstrucción, lo lógico es atender a los nombres de Desantonio o Desluis. De ese modo estarían las cosas más claras y no nos sorprenderíamos cuando la muerte golpeara con sus nudillos nuestra puerta (es un decir, la muerte tiene llave). Se me ocurre esto a media tarde mientras preparo en la cocina el gin tonic que marca el fin de la jornada de trabajo. En esto entra mi mujer y le digo que a partir de ahora, si no le importa, me llame Desjuanjo.
—No me importa —dice—, pero controla la bebida.
···
Martes. Ya tengo incorporadas cuatro pastillas que son para toda la vida. Todos los días de mi puta vida me la he de tomar con el desayuno o con la comida o con la cena. No se trata de un gran trabajo, pero su ingesta posee un significado simbólico de la hostia. El significado simbólico es que me hago viejo de manera real, palpable. Luego está el asunto de las incompatibilidades: lo que no es incompatible con el café es incompatible con el alcohol. Aunque del vino de las comidas y del gin tonic de la tarde, no me quito ni a tiros.
Muerte a las incompatibilidades y la división del trabajo.
···
Jueves (creo) ¿Por qué mentí a mi mujer cuando el martes me preguntó por qué no iba a la consulta (al psicoanalista)? Son esas imposturas insignificantes las que contribuyen al desdoblamiento del que somos víctimas? ¿Hay en la vida de cada uno de nosotros una mentira fundacional, una invención remota por la que, sin dejar de ser quienes éramos, nos convertirnos en quienes no éramos?
···
Jueves. Estoy en la cafetería apurando un vodka con tónica y picando del plato con almendras húmedas que huelen a sótano. A mi espalda hay un padre y un hijo. El hijo dice:
—¿Tú me quieres, papá?
—¿Hay alguna duda? —pregunta el padre.
—No —dice el hijo.
—Es que si la hay, te la despejo ahora mismo de una hostia —añade el padre.
Permanezco a la escucha para ver qué viene a continuación, pero no viene nada, excepto un ruido de cubiertos, como si se estuvieran comiendo un filete cada uno. Eso es un padre, me digo avergonzado de mis blandenguerías.
···
El pánico al descontrol me mata, así es mi vida. Siempre encuentro algo para no disfrutar de lo que hago.
···
Sí, los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que soporta el Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular la petite histoire de Millás: Parece que no se puede estar bien con todo al mismo tiempo. Cuando no es una cosa, es otra. Cuando funciona la nevera, se estropea la caldera del gas. Viene el técnico, la mira y dice que tiene más de diez años. Y usted tiene más de cuarenta, le digo yo. A partir de ahí, entra en un mutismo que produce pánico. Hace su trabajo en silencio y se larga. Me da miedo abrir el agua caliente, por si explotara algo.
Desgils’en va
gil.games@milenio.com