Gil cerraba una semana de perro bailarín. Caminó sobre la duela de cedro blanco del amplísimo estudio y apuntó con el índice trémulo un libro de entrevistas, The Paris Review. En 1965 Madeleine Gobeil, que ya había entrevistado a Jean Genet y a Jean-Paul Sartre gracias a la intervención de Beauvoir, le pidió a ella una entrevista. “¿Por qué hablar de mí, no cree que ya es suficiente con mis tres libros de memorias?", le contestó. Finalmente la periodista la convenció. Gil arroja a esta página del fondo, que también es la página del directorio y la página de Jairo Calixto, algunos de los comentarios de la grandísima Simona. Vamos.
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Mi deseo de escribir data de la infancia. Escribo historias desde los 8 años, pero muchos niños hacen lo mismo. Eso no significa que tengan una vocación de escritor. En mi caso, podría ser que la vocación estuviera acentuada porque había perdido la fe religiosa; también es verdad que cuando leía libros que me conmovían profundamente, como El Molino de Floss, de George Eliot, se me antojaba terriblemente ser como ella, alguien de quien se leyeran los libros, que conmoviera a los lectores.
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Me he beneficiado mucho de ser maestra —es decir, de ser capaz de pasar mucho tiempo leyendo, escribiendo y educándome. En aquellos años, los maestros no teníamos un programa muy pesado. Mis estudios me dieron una formación sólida porque con el fin de pasar los exámenes estatales tenía que explorar áreas en las que no me hubiera fijado si sólo hubiera estado interesada en la cultura general. Eso me proporcionó cierto método académico que me fue útil para escribir El segundo sexo. Me refiero a un medio para pasar rápidamente por los libros, para saber qué obras son importantes, para clasificarlas, para poder rechazar las que importan poco, para poder resumir, hojear un libro.
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Escribí La invitada bajo la influencia de Hemingway, en el sentido de que fue él quien nos enseñó cierta sencillez en el diálogo y la importancia de las pequeñas cosas en la vida.
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Sartre se sentía inmortal, de algún modo. Apostó todo en su obra literaria y en la esperanza de que sobreviviera, mientras que a mí, debido al hecho de que mi vida personal desaparecerá, no me interesa en lo más mínimo si mi obra perdura o no. Siempre he estado muy consciente de que las cosas comunes de la vida desaparecen, el día con día, las impresiones propias, las experiencias pasadas. Sartre pensaba que la vida podía atraparse en una trampa de palabras, y yo siempre he sentido que las palabras no son la vida en sí, sino una reproducción de la vida, de algo muerto, por así decirlo.
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Las obras que no están basadas en la realidad no me interesan a menos de que sean totalmente extravagantes, por ejemplo: las novelas de Alexandre Dumas o de Victor Hugo, que son obras épicas de algún modo. Pero no llamo historias “inventadas” a las obras de la imaginación, sino más bien obras de artificio. Si quisiera defenderme, me referiría a La guerra y la paz, de Tolstói, cuyos personajes están totalmente tomados de la vida real.
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A mucha gente no le gustó lo que dije sobre la vejez [en su libro La vejez] porque quieren pensar que todos los periodos de la vida son placenteros, que los niños son inocentes, que todos los recién casados son felices, que todos los viejos son serenos. Toda mi vida me he rebelado contra esas ideas, y no hay duda sobre el hecho de que ese momento, que para mí no es la vejez, sino el comienzo de la misma —aún cuando uno tenga recursos como el afecto o trabajo por hacer— representa un cambio en la propia existencia, un cambio que se manifiesta por la pérdida de un montón de cosas. Si uno no lamenta perderlas es porque no las aprecia. Creo que la gente que exalta la vejez demasiado pronto es gente que no ama la vida.
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Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el camarero se acerca con la botella de Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular las frases de Billy Wilder por el mantel tan blanco: Si te sientes realmente feliz, deberías escribir una tragedia; si te sientes verdaderamente desgraciado, deberías escribir una comedia.
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