En su ensayo Las peras del olmo, Octavio Paz expresa que el “movimiento de rebelión total se proclama como una actividad destructora que quiere hacer tabla rasa con los valores de la civilización racionalista y cristiana”
No todo se ha perdido, quedan la cultura y la memoria. En 1924, André Breton y Louis Aragon escribieron un texto que cambiaría el rumbo de la cultura, el arte, la literatura: el Manifiesto surrealista. A Gil no se le ocurrió mejor cosa que buscar entre sus libros uno, central, Las peras del olmo. En esas páginas Octavio Paz definió con prosa inspirada y mano experta al surrealismo. Gil arroja a esta página algunas tabletas del ensayo de Octavio Paz. Vamos.
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Día a día se hace más patente que la casa construida por la civilización occidental se nos ha vuelto prisión, laberinto sangriento, matadero colectivo. No es extraño, por tanto, que pongamos en entredicho la realidad y que busquemos una salida.
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Graves críticos —enterradores de profesión y, como siempre, demasiado apresurados— nos habían dicho que el surrealismo era un movimiento pasado. Su acta de defunción había sido extendida, no sin placer, por los notarios del espíritu […] Lo maravilloso cotidiano había muerto. En realidad, nunca había existido. Existía sólo lo cotidiano: la moral del trabajo, el “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, el mundo sólido del humanismo clásico y de la prodigiosa ciencia atómica.
Pero el cadáver estaba vivo.
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“La máxima de Novalis: ‘el hombre es imagen’, la hace ya suya el surrealismo. Pero la recíproca también es verdadera: ‘la imagen encarna en el hombre’”.
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El surrealismo es uno de los frutos de nuestra época y no es invulnerable al tiempo; pero, asimismo, la época está bañada por la luz surrealista y su vegetación de llamas y piedras preciosas ha cubierto todo su cuerpo.
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El surrealismo no es una escuela (aunque constituya un grupo o secta), ni una poética (a pesar de que uno de sus postulados esenciales sea de orden poético: el poder liberador de la inspiración), ni una religión o un partido político. El surrealismo es una actitud del espíritu humano. Acaso la más antigua y constante, la más poderosa y secreta.
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Movimiento de rebelión total, nacido del Dadá y su gran sacudimiento, el surrealismo se proclama como una actividad destructora que quiere hacer tabla rasa con los valores de la civilización racionalista y cristiana.
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Desde el principio la concepción surrealista no distingue entre el conocimiento poético de la realidad y su transformación: conocer es un acto que transforma aquello que se conoce.
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El mundo se ha convertido en una gigantesca máquina que gira en el vacío, alimentándose sin cesar de sus detritus. Pues bien, el surrealismo se rehúsa a ver al mundo como un conjunto de cosas buenas y malas, unas henchidas del ser divino y otras roídas por la nada; de ahí su anticristianismo. Asimismo, se niega a ver la realidad como un conglomerado de cosas útiles o nocivas; de ahí su anticapitalismo. Las ideas de moral y utilidad le son extranjeras.
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Nunca es posible ver el objeto en sí; siempre está iluminado por el ojo que lo mira, siempre está moldeado por la mano que lo acaricia, lo oprime o lo empuña.
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“El ser ama ocultarse”: la poesía se propone hacerlo reaparecer. De alguna manera, en algún momento privilegiado, la realidad escondida se levanta de su tumba de lugares comunes y coincide con el hombre.
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Mientras el mundo se torna maleable al deseo, escapa de las nociones utilitarias y se entrega a la subjetividad, ¿qué ocurre con el sujeto? Aquí la subversión adquiere una tonalidad más peligrosa y radical. Si el objeto se subjetiviza, el yo se disgrega.
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A más de dos mil años de distancia, la poesía occidental descubre algo que constituye la enseñanza central del budismo: el yo es una ilusión, una congregación de sensaciones, pensamientos y deseos.
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Pero yo sé algo: como las sectas gnósticas de los primeros siglos cristianos, como la herejía cátara, como los grupos de iluminados del Renacimiento y la época romántica, como la tradición oculta que desde la antigüedad no ha cesado de inquietar a los más altos espíritus, el surrealismo —en lo que tiene de mejor y más valioso— seguirá siendo una invitación y un signo: una invitación a la aventura interior, al redescubrimiento de nosotros mismos; y un signo de inteligencia, el mismo que a través de los siglos nos hacen los grandes mitos y los grandes poetas. Ese signo es un relámpago: bajo su luz convulsa entrevemos algo del misterio de nuestra condición.
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Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que soporta el Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular la frase de André Breton por el mantel tan blanco: “La única cosa de la que podemos estar seguros es del misterio”.
Gil s’en va