Cuando escribo o digo la falacia de los superlativos es porque sé que nadie -sólo Dios lo sabe- que no hay certidumbre de nada.
Recuerdo que Léon Bloy, aquel héroe verbal afirmó, de manera contundente:
“Nadie sabe quién es”; en contraste con don Quijote quien afirmó, contundente: “yo sé quién soy”.
Quedo otra vez equidistante, pero retomo el tema: superlativos como eterno, infinito o absoluto son exagerados, hiperbólicos.
¿Por qué? Porque salvo los extremos creyentes como Tertuliano -creo porque es absurdo- y como yo creemos a muerte.
Me admiró de manera sobresaliente la visita en Managua, Nicaragua, al museo de Rubén Darío. Vi su efigie donde abraza con inestimable amor el crucifijo que le regaló Amado Nervo.
No sé si hay más allá, pero sí sé que haya más acá; la vida es un parpadeo, pero un parpadeo sumamente bendito.
¡Ah!