En estas fechas el país se llena de listas: pedidos, direcciones, números de guía, comprobantes que se reenvían por WhatsApp. Por fuera, esto se siente como logística navideña. Por debajo, es el mismo material que alimenta un mercado que ya opera con normalidad: el tianguis de datos.
En México, el mercado negro de información personal funciona como un tianguis porque tiene la misma economía: mercancía por volumen, revendedores, “paquetes”, reputación de vendedor y clientes recurrentes. La diferencia es la mercancía. No son tenis: son pedazos de identidad.
Este año se reportó una megabase de 700 GB con datos de mexicanos ofrecida en un foro de filtraciones. El tamaño importa menos como récord que como evidencia de algo más simple: inventario.
En un tianguis, casi nada vale por pieza suelta. Vale por combinación. Un nombre no compra mucho; nombre + teléfono + correo + dirección + algún identificador que amarre sí compra acceso. Y no necesariamente acceso a un sistema: acceso a una persona. Con esos “combos” el fraude deja de ser un truco sofisticado y se vuelve una operación repetible: mensajes creíbles, suplantación, extorsión, cobro.
La ciberseguridad en México ya no es solo evitar intrusiones: es frenar la circulación de identidad.
No es ciberataque, es abasto.
La filtración funciona como mayoreo. El phishing y la suplantación funcionan como menudeo. Entre una cosa y otra, la pregunta útil deja de ser “¿quién hackeó?” y pasa a ser “¿cuántas manos tocaron el archivo antes de convertirse en daño?”.
Lo mexicano de este problema no está en la sofisticación técnica, sino en la normalización administrativa. Padrones que se copian “por si acaso”. Listas que circulan porque “urge”. Respaldos que sobreviven a proveedores y a sexenios. La identidad se administra como papelería: se fotocopia, se archiva, se hereda. Y lo que se puede copiar, se puede vender.
El tianguis crece porque lo formal produce excedentes de datos sin trazabilidad consistente: nadie puede decir, sin titubeo, quién tuvo acceso, cuándo y para qué.