En estos días de encierro uno hace cosas raras. Me he soplado el despliegue del escaso talento de un montón de jóvenes artistas desconocidos que hacen lastimosas declaraciones a una televisión que ha retrocedido a los niveles de cualquier país socialista de los años de la Guerra Fría. He visto cualquier cantidad de películas viejas de guerra y de vaqueros que alguien mantenía escondidas bajo su colchón en espera de tiempos difíciles como los que ahora vivimos. Me he entregado a la fascinante lectura de Bernal Díaz del Castillo y de reojo he visto desfilar por todo el espectro televisivo a una impresionante cantidad de merolicos que ofrecen a gritos las virtudes del ajo reforzado y otros productos mágicos que pondrán a salvo de lo que sea a cualquiera.
Pero también he dejado pasar las horas entregado a la lectura curiosa de textos de divulgación relacionados con la medicina, como no lo hacía desde mis tiempos en la edición de la revista Mundo Médico. Uno de ellos me sorprendió en verdad.
Publicado por el New York Times, el texto escrito por Tara Parker-Pope se refería largamente a las bondades del oxímetro en estos días de devastadora pandemia. El asunto tiene su importancia, aunque la mayoría no tiene ni la más remota idea de qué diablos es un oxímetro.
Se trata del pequeño aparato que, colocado en un dedo de la mano, registra la oxigenación en la sangre de los pacientes y avisa cuando no están respirando bien. Este aparato, que debiera encontrarse en cualquier botiquín doméstico al lado de un termómetro, podría advertir sobre la presencia del covid 19 en los pacientes que respiran con dificultad, en remplazo de las pruebas de laboratorio, lentas y costosas. Tal vez el empleo oportuno de este pequeño dispositivo podría agilizar la atención médica de urgencia de los enfermos y en muchos casos salvar su vida.
Takuo Aoyagi, el ingeniero japonés que inventó el oxímetro, murió el mes pasado a los 84. Habrá sin duda quien le deba la vida.