He traído en la cabeza durante estos días de encierro aquella historia de Arreola sobre el sujeto que adquiere una venenosa migala para remplazar a su agria pareja. Llega a su casa, la suelta ahí y en la oscuridad se dispone a esperar el sorpresivo aguijonazo mortal.
Espero en cualquier momento, de día o de noche, el ataque de un bicho que no sé cómo es, dónde está ni cómo se mueve. Solo sé que su invisible aguijonazo puede ser mortal.
Sintiendo ese extraño miedo he recordado también en estos días a Howard Hughes como una metáfora muy cercana de la condición que compartimos millones en todo el mundo.
Lo tenía todo: talento, fortuna, buen aspecto, creatividad, capacidad de seducción. La revista Life describió en un reportaje gráfico a mediados de los 70 la manera como vivió sus últimos días, recluido en una suite de un lujoso hotel de Acapulco. Sumamente delgado, con las barbas y los cabellos canosos muy largos, las uñas sin cortar durante años, vestido con harapos y pañuelos desechables, con empaques de cartón a modo de zapatos, no hacía más que ver viejas películas en blanco y negro que él mismo montaba en un proyector.
En mejores tiempos, Hughes produjo exitosas películas entre los años 20 y los 50, emprendió costosas aventuras en la industria de la aviación y sostuvo escandalosos amoríos con estrellas fílmicas del momento, como Jean Harlow, Katharine Hepburn, Marilyn Monroe, Gloria Vanderbilt, Ginger Rogers, Ava Gardner y Rita Hayworth. Era una suerte de playboy caprichoso, excéntrico, enérgico, voluntarioso. También era un enfermo obsesivo-compulsivo.
Lo que lo había llevado a vivir una existencia de encierro, de mala alimentación, de vestido miserable, de soledad y miedo era el terror que sentía ante la posibilidad de infectarse con alguna bacteria, un virus que acabara con sus días.
En esas estaba cuando un infarto lo llevó a conocer la muerte el 5 de abril de 1976 a los 70. Ese día se acabaron para siempre sus miedos.