Regordete, no muy alto de estatura, desgarbado, vestido a menudo con una elegante facha, Rainer Werner Fassbinder vivía su vida como un eterno g en la cultura alemana. Cuando murió, el 10 de junio de 1982, tenía 36 años y más de 40 películas realizadas, un buen paquete de obras teatrales, series de televisión, actuaciones, producciones y textos publicados. Tenía también rastros de cocaína en la nariz y la barriga llena de alcohol y pastillas. En medio de la madrugada, estaba en cueros frente al televisor encendido.
Parecía un personaje de su filmografía intensa, tortuosa, casi siempre excesiva. Para emprenderla echó mano de un grupo de actores que le siguieron el paso, tarea nada fácil con un realizador que en cuclillas, recargado en una pared, redactaba los devastadores diálogos de la película que filmaba. Hanna Schygulla fue de las primeras actrices que desde mediados de los 60 hacían cualquier cosa que el director les pidiera en los teatro experimentales. Ambos andaban por los 20 años de edad. Vestían ropa de mezclilla, chamarras de piel y no cuidaban para nada su grueso lenguaje.
A la compañía de teatro de Fassbinder se sumaron otros actores y actrices que saltaron con él de los escenarios a los foros fílmicos. Ingrid Caven, Margit Carstensen, Eva Mattes, Irm Hermann, Peer Raben, Harry Baer y Kurt Raab, entre otros, compartieron la intensa vida del realizador y quedaron marcados para siempre por su agresivo genio.
Irm Hermann tenía un extraño don. Su rostro hierático, sin sonrisas ni enojos, borrada cualquier gestualidad, confería a sus apariciones un tenso, dramático momento de crispación. El silencio era tal vez la llave de su modo actoral. Así, crecía a cada momento en escena, como sucedía en Las amargas lágrimas de Petra von Kant, la primera obra maestra de Fassbinder. Nunca fue una mujer hermosa, ni voluptuosa, en oposición a Schygulla, pero fue una actriz enorme.
Irm murió en Berlín el pasado 26 de mayo a los 77.