Vestidos y camisas olvidados. Se han ido yendo hacia el fondo del armario. Bien planchaditos y bien colgadas. Resulta imposible recordar cuándo fue el último sábado que alguien los sacó de sus ganchos. Camisas negras y azul claro, vestidos naranjas y blancos. Elegantes telas suaves que escurren por muslos y extienden por brazos. Coloridas y hermosas, hechas para resplandecer en salones nocturnos, combinarse con luces, y guiar aventuras que se deslizan entre baile y beso, glamour, ilusión y deseo. Los cuerpos ya no las habitan. Es increíble cómo la peste ha encerrado incluso a la ropa bonita. En estas nuevas configuraciones de la fiesta no hay esa coquetería. Las danzas compartidas se han convertido en cultura antigua.
La última vez que me puse un traje era 2019. Otoño tardío. Madrugada en la colonia Juárez. Rechacé la corbata. Saco marrón, camisa amarilla. En los pliegues del vestido de ella había lentejuelas. Lo primero que hice al llegar a la mesa fue derramar vino rojo en la punta de sus zapatos. Lo limpié con la lengua. Se me hizo chistosa la idea de hincarme y usar mi boca. Olía a limón y ginebra. Sonaba I Love to Love de Tina Charles. No quise bailar. Estaba demasiado interesado en la conversación (hablaba muy seriamente sobre algo que he olvidado). Las voces susurrantes muy cerca de mi oído, tanto que podía sentir los cálidos alientos en mi mejilla. No recuerdo las palabras, pero sí el aire y el sonido. Pero sí el misterio y el erotismo. Mi erección era permanente. No estaba dirigida hacia ninguna persona concreta. Una excitación que iba hacia todo ese resplandor humano. Mi dureza en tributo al encanto de las risas y las danzas compartidas.
Era 2019, pero la distancia en mi corazón se siente centenaria. Ya no puedo reconocerme en ese que fui. Todo resulta tan lejos y extraño. No haber bailado es algo que no me podré perdonar jamás. ¿Qué necesidad tenía de seguir hablando? He pasado dos años encerrado. Ahora estoy solo y lo más glamuroso que hago es comprar playeras de futbol americano. Miro los partidos. De coreográficas maneras intento acercarme hacia sus estéticas. Lo consigo de alguna manera: Con mi playera puesta (la de los Steelers de abeja, claro, para imprimirle un sesgo decadente a la experiencia), abro una botella de vino rojo y me entrego a la poética del juego. Pero el cuarto cuarto siempre termina y la nostalgia siempre regresa. De nada sirve la extensión del tiempo extra. Aunque tengo sueño, voy al armario antes de dormir. No me atrevo a sacar mis camisas. Permanezco inmóvil sin mover los ganchos. Me aferro a la sensación de la tela deportiva rozando la piel de mi torso. Y me meto lentamente bajo las cobijas vestido de Big Ben.
Hugo Roca Joglar