Aprender a tatuar en Lecumberri

México /

Tito El Colombiano tiene 67 tatuajes en tórax, brazos, nudillos y espalda; algunos, trazados por él mismo en la cárcel. Es la segunda vez que visita estos terrenos quien de niño salió de Cartagena de Indias, Colombia, con dirección a México. Su historia parece interminable, de modo que se hará un breve repaso y se describirán algunos rasgos inéditos de su vida, pues estuvo cerca de 40 años recluido; tres y pico en el penal de Lecumberri y el resto, después de salir y volver, en diversos reclusorios donde tatuó a 350 mujeres, además de cientos de internos que confiaban en él.

La primera vez que cruzó el territorio nacional, en los años 70, su paso fue rápido; después de una estancia no muy larga en Dakota del Sur, Estados Unidos, fue deportado a México por el lado de Tijuana, Baja California, donde iniciaría una escabrosa travesía, a veces en tren, hasta llegar a la capital del país, donde estuvo preso por venta de drogas. Tres años después saldría libre.

México estaba en ebullición. Eran los coletazos del movimiento estudiantil de 1968, cuyas noticias aquel joven escuchaba por la radio. Debido al rescoldo social desconfiaba en acercarse al centro de la ciudad, pues había muchas detenciones. En cierta ocasión, sin embargo, tenía que transportar cinco kilos de mariguana a la colonia Santa María la Ribera.

Y fue su error.

Tito, de 16 años, operaba en la Martín Carrera y alrededores. Un día, no obstante, tenía que salir de su círculo de su influencia. Lo pensó, pero corrió el riesgo y entonces apechugó las consecuencias: lo detuvieron agentes del entonces llamado Servicio Secreto y fue trasladado a Lecumberri.

En el llamado Palacio Negro estuvo más de tres años para luego regresar en 1989, después de que unos paisanos suyos lo invitaran al atraco de una camioneta de valores. Hubo heridos y muertos de los dos bandos. Tito, que fue baleado, sobrevivió y recibió una sentencia de 36 años.

***

Roberto Candia Salazar, que es su nombre, relata que en la cárcel tatuó a esposas de sus compañeros de prisión.

Tito, te decimos a ti, porque tú eres de respeto —le exponían.

—Sí, amigo, yo tatúo, no pienses que estoy con morbo —respondía Tito, quien les hacía tatuajes en cualquier parte del cuerpo.

Tito, mis respetos para usted.

Y con esa destreza se ganó admiración de “mucha, mucha banda”,  dice, y de los coordinadores de las prisiones, uno de los cuales le permitió formalizar la primera exposición en el ámbito carcelario.

En Lecumberri conoció al señor Miguel. Tito evoca este nombre con una reverencia, pues le enseñó a tatuar y fue quien delineó la figura de una india siux en el tórax, en memoria a su primer esposa.

—¿Pero sí aguantas? —preguntó Miguel.

—Sí, quiero una india en todo mi pecho —respondió.

Una noche don Miguel le dijo que ya tenía todo preparado. Tito era el encargado de la fajina y le pagaba 50 centavos quien quería dormir. Juntó 15 pesos y llegó la hora de abrir el torso y sentir el aguijón.

Tito no perdió de vista la forma en que Miguel preparó la tinta: quemó peines y el humo se acumuló en una especie de madera que volteaba, raspaba y echaba el residuo en un trasto; sacó un frasquito, pasta de dientes, champú y empezó a batir; amarró una aguja de coser en un palito.

Y el señor Miguel empezó a impregnar la tinta en la piel de Tito, quien no dejaba de observar cada detalle.

Pero Miguel ya no volvió a la cuarta sesión, por lo que dejó inconclusa la imagen de la india siux: le faltaban más hilos en la cabellera.

—¿Qué pasaría con el señor Miguel? —se le pregunta más de 50 años después. 

—Terminó mi tatuaje y  se perdió o salió libre —reflexiona Tito—, o cayó al apando o lo mataron, o se fue a los infiernos como un diablo más de los que habitábamos Lecumberri, o fue un ángel que se elevó a los cielos, no lo sé; lo que sí sé es que el señor Miguel me heredó el tatuaje lecumberriano.

***

Y nació La Rosa negra.

Tito evoca:

“Yo vivía en la celda 144, de la crujía E, en Lecumberri; en una ocasión, andando en el pasillo, después de la visita, encontré un envoltorio del mazapán La Rosa y lo levanté, lo cuidé, lo planchaba, lo ponía debajo de mis cobijas, hasta que por fin llegó el momento y preparé la tinta”.

—Y ahí nació La Rosa...

—Sí, un día un amigo me dijo: “Hazme una rosa”. Y fue cuando empecé a tatuar… las rosas negras —Tito, musculoso y de voz grave, resalta sus palabras, hace hincapié—, y digo negra porque no había tintas de colores, y en ese tiempo el tatuaje era mal visto, despreciado. Y así fue como florecieron las “Rosas negras de Tito Colombiano”.

—Y cómo hiciste tu máquina.

—Yo iba a sastrería y ahí conseguía el hilo para amarrar la aguja en un palito; era una aguja de coser muy gruesa...

Roberto Candia Salazar queda pensativo. En realidad habla rápido. Es de los pocos momentos en que hace pausa.

Y rompe el silencio:

—Te digo algo....

—Dime.

—Cada vez que hago un tatuaje —agrega— veo a los ojos de la persona que tatúo y siento la felicidad en su corazón.

Retoma el hilo:

—Para que funcionara la máquina puse agua en un vaso, agregué sal de grano y un cable... Esto lo aprendí en la biblioteca del reclusorio. Entonces el motor empezó a ronronear bien bonito. Esa máquina es la mamá de las máquinas actuales. Después hice la máquina con encendedor.

El 11 de abril de 2009, con 58 años de edad, Roberto Candia Salazar salió libre, y con su esposa puso un puesto en el tianguis La Raza, donde siguió practicando con la misma máquina. Pero no se acostumbraba a la libertad y por las noches despertaba asustado.

Su mujer le decía:

—Tito, tranquilo, estás conmigo.

Y se adaptó poco a poco con el estandarte de la vieja escuela del tatuaje, cuya historia está descrita en su piel.

Entonces deja ver su torso y describe: “Aquí tengo a mi india; ya no la volví a ver, pero la llevo en el alma, la llevo en la piel, la llevo en la sangre. Fue mi primer tatuaje, muy doloroso, pero muy bello para mí”.

—¿Y otros tatuajes?

—Entre otros que me hice es un vértigo, como un remolino, cuatro estrellas, que son mis hijos, y la cabeza de la serpiente emplumada, que es la Quetzalcóatl: yo soy el centro, mi mujer y mis cuatro hijos.

Son algunos de los 67 grabados que lleva en la piel. 

  • Humberto Ríos Navarrete
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