José Arturo Morales Gordillo recuerda su adolescencia en Comitán de Domínguez, Chiapas, donde estudió contaduría, pero pensó en volar más alto y prefirió emigrar al entonces Distrito Federal, contra la voluntad de su padre, quien nada más le ayudó con el pasaje y jamás supo nada de él, ni siquiera cuando el hijo fue metido en la cárcel, después de participar en el Movimiento Estudiantil de 1968, como estudiante del IPN.
Un día de ese año, privado de su libertad, igual que otros estudiantes, el entonces presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, comisionó al chiapaneco Jorge de la Vega Domínguez, su paisano, para negociar con los dirigentes. Entonces el emisario oficial se apersonó en el Campo Militar Número 1, y ahí se le acercó el joven Morales.
El estudiante le dijo que era originario del mismo lugar de Domínguez, quien le sugirió que aguardara un momento y tuviera discreción, pues él se encargaría de que lo liberaran, pero con la condición de que no lo revelara.
Y Morales salió libre.
Los recuerdos se le acumulan por gajos a Morales Gordillo, mientras recorre un tramo de la calle Medellín, casi esquina con Campeche, colonia Roma, frente al edificio marcado con el número 130, letra B, en el que conservó su negocio de 1965 a 2019, año en el que fue desalojado con todo y maquinaria, luego de haber sido defraudado con 70 mil pesos por un abogado, quien prometió ampararlo.
El abogadillo los traicionó, comenta Morales, pues el amparo estaba plagado de inconsistencias. Al final, el presunto jurista se esfumó y los dejó en el desamparo, a tal grado que el zapatero estuvo durmiendo sobre la banqueta con todo y maquinaria, pero una noche se fue a su casa y cuando regresó desapareció la mayor parte de sus trebejos.
Lo que hizo después fue encargar su poca herramienta —entre las que está una máquina de coser— con las buenas personas que conoce desde hace años y que tienen su negocio a medio metro del espacio donde él y su amigo se colocan para atender a quienes les depositan su confianza.
Es la misma situación que han enfrentado y enfrentan otros vecinos de la colonia Roma, así como dueños de negocios de esa misma calle, que tienen el hacha amenazante del desalojo sobre sus cuellos, después de permanecer décadas en esos lugares.
Es el mismo caso de Carlos Trinidad León Moreira, un impresor vecino de Martín y José, ubicado en la planta baja del número 229 de Medellín, a quien le avisaron que debe desalojar el espacio que ha ocupado durante cuatro décadas. “Aquí todo el edificio estamos en problema”, comenta.
—¿Y sabe usted qué piensan poner aquí?
—Supuestamente quieren tirar y hacer un edificio nuevo.
La plática con León Moreira se desarrolla a un metro de la banqueta donde está Morales Gordillo, de 77 años, quien recuerda que de su reparadora de calzado salió suficiente ganancia para solventar los estudios de sus dos hijas, pero el inmueble fue vendido a un empresario yucateco.
Y sin embargo Morales no se acobarda y sigue con su socio y amigo, Martín Cervantes Lemus; ambos trabajan con el mismo entusiasmo y profesionalismo, pues la clientela sigue siendo fiel.
Después de ser desalojado, José Arturo Morales Gordillo solicitó ayuda a la alcaldía Cuauhtémoc; entonces le pidieron 20 mil pesos con la promesa de echarle la mano, él no aceptó, además de no tener esa cantidad.
En aquel momento lo escuchó una persona que dijo ser abogado, quien lo esperó afuera de la oficina y prometió ayudarlo sin cobrarle ni un centavo. Después de acompañarlo a la Secretaría del Trabajo, el desconocido, que nunca le dijo su nombre, hizo los trámites para que le permitieran trabajar enfrente de donde lo hacía; pero Morales aún no tiene dinero para colocar el cobertizo.
—¿Y no le dijo su nombre?
—No, y lo único que me aceptó fue un refresco un día que platicábamos; ya no volví a ver ni me dijo su nombre— comenta Morales, hombre de baja estatura, hablar suave y caminar lento, para luego mostrar su credencial de cuando era estudiante en la Escuela Superior de Comercio y Administración, año 1969, del IPN.
Morales comenta que los desalojos son producto de la llamada gentrificación, que no se detiene, y a él le tocó en 2019, pues vendieron el edificio, al que le dieron otro giro y las rentas aumentaron demasiado.
—Y no pudieron pagar.
—Pues no, porque son muy caras y por eso estamos aquí, ubicados en esta avenida; tenemos nuestra clientela, aquí hemos trabajado.
—Y se quedó a dormir…
—Yo me estuve quedando, cuidando mis pertenencias, un poco más de dos meses, pero como le dije, me robaron una parte.
Martín escucha la plática mientras cose a mano el zapato de un par que le encargaron.
Continúa Morales:
—Martín siempre me ha echado la mano; por un tiempo él vio la oportunidad de ubicarse en otro lado y lo hizo; ahora es mi brazo derecho, siempre ha sido una persona con la cual hemos creado cierta hermandad.
Martín Cervantes Lemus, mientras tanto, no deja de trabajar y afina los detalles con unos bostonianos; luego, remendará unos botines.
Martín tiene 62 años de edad y 40 en el oficio, aunque empezó cuando tenía diez en otro taller.
—Y ahora se solidarizó.
—Sí, porque para mí él es una persona muy querida y él lo sabe, se lo he dicho. Es la mejor persona que he conocido.
—Son grandes amigos, pero además profesionales.
—Pues sí, aquí nos echamos la mano y trabajamos al parejo, porque lo que yo no puedo hacer él lo hace y así nos vamos.
—¿Y han conservado la clientela?
—Sí, bastante gente, que es casi la misma.
Y aunque tienen permiso para instalarse en la vía pública, José Arturo Morales Gordillo relata que sus hijas —ambas con buenos empleos, una de ellas en una empresa trasnacional— le dicen que deje de trabajar, pero él prefiere seguir en este oficio que ha dejado satisfacciones.
Y seguirá aquí, en espera de la fiel clientela y con los recuerdos de personajes, como el ya fallecido cantante Óscar Chávez, su amigo, y la actriz Ofelia Medina, entre otros famosos, que los buscaban por su amistad o por la eficacia de su trabajo, que sigue siendo de gran calidad.
De Óscar Chávez recuerda que lo visitaba para platicar, mientras que de Ofelia Medina, dice, le encargó un trabajo que la dejó satisfecha y le pagó el doble de lo acordado y le plantó un beso en la mejilla.
—¿Y qué sintió?
—Pues ya ni me quería bañar, ja, ja, ja.