Una singular paragüería

Ciudad de México /

Caminas sobre la banqueta, conforme avanza el tránsito, y observas una postal partida en el tiempo: vetustos muros y locales comerciales que ocupan las llamadas chelerías, de moda en los recientes años y distribuidas en la ciudad, la mayoría de cuyos consumidores son jóvenes.

En ese tramo había un cine, el Mariscala, del que solo queda un cascarón; más adelante, lo que fue un burlesque; enfrente, el teatro Blanquita, donde se presentaban cantantes, cómicos y actrices. Y a la derecha, la plaza de Garibaldi, que tuvo su decadencia y apenas se levanta.

De este lado, lo más vistoso, sobreviven las tiendas de botas Moy y una paragüería. En aquel tiempo esta franja era parte de una avenida que se llamó San Juan de Letrán, de doble sentido y tranvía, continuación de Niño Perdido, siempre iluminada de noche y algunos night club, que indujo a Sergio Esquivel, cantante y compositor, a dedicarle una canción.

Pero ya te desviaste del tema.

Muchas cosas desparecieron con aquel temblor del 85, que partió en pedazos tu ciudad, la de todos, y de aquella época aún quedan vestigios, como esas ruinas que ves, covachas y banquetas rotas; ostensible también es la presencia de indigentes, gente sin techo, teporochos y adictos a la estopa empapada de inhalantes que los hace divagar.

Y aquí habrá que frenar.

Porque, como enclavada en una época, hay algo que para muchos pasa inadvertida: una paragüería —parece un museo—, sostenida por clientes leales que la visitan para adquirir objetos que en ningún otro lugar encontrarán reunidos: peines, tijeras, afiladora, navajas de rasurar, venta y reparación de paraguas. Es cuando el tiempo parece retroceder.



Y es aquí donde hace 46 años llegó Refugio Bonilla, que frisaba los 16, y entonces se quedó a trabajar.

Es la paragüería París, un negocio que ha visto pasar crisis económicas y terremotos, junto a sus dueños, la familia Fernández, con Don Cuco al frente, ahora apoyado en el mostrador con su eterna cortesía.

—Y la tienda siempre ha sido así.

—Siempre —contesta—, haga de cuenta que es hace 46 años; solo ha tenido algunos arreglos en el piso y la pared.

—¿Y recuerda qué día fue?

—Sí, el primero de septiembre de 1975. Recuerdo todavía cómo entré aquí, viendo todo, porque todo era desconocido para mí.



***

En esta antigua tienda venden y arreglan objetos difíciles de encontrar y componer en otros lugares. Es paragüería y afiladora.

“En paragüería es venta y reparación de paraguas; en afiladuría, venta de herramienta para estética; afilamos toda la herramienta de pedicure, manicure, cuchillos, tijeras”, enumera Bonilla.

—Es un negocio clásico.

—Sí, porque en paragüería casi somos los únicos que arreglamos paraguas. Aquí le componemos su paraguas, desde una puntita, hasta un cambio de tela. Claro, hay paraguas que no se arreglan.


—Como cuáles.

—Pues cuando son desechables totalmente. O, aun siendo muy caros, también los hay desechables.

Habla mientras hace y deshace un paraguas para demostrar su destreza, después de explorarlo y determinar el problema.




Y lo mismo sucede con las tijeras que recibe. Una y otra vez las pasa por la rueda de afilar, las observa, las palpa y repite la operación. El de afilador, dice, es un oficio se practica en otras partes.


Lo peculiar en este negocio es la paragüería y la venta de otros artículos, como los peines de marcas que tuvieron auge en otra época; los Pirámides de color negro azabache, por ejemplo.

Este es uno de los pocos negocios sobrevivientes de temblores y crisis económicas ubicados frente a lo que fue el teatro Blanquita, no tan lejos de la Plaza Garibaldi y junto al cual puedes pasar sin notarlo; no así sus vecinas chelerías, de reciente instalación y ostensible presencia.

—Un negocio sobreviviente en esta zona.

—Sí, la familia Fernández ha hecho mucho, hasta lo imposible por sostenerlo, y gracias a ellos todavía sigo trabajando. El dueño era el señor Valeriano Fernández, que ya murió; se quedó el negocio con su esposa y su hija y ahora también está su nieto, y son los que han sostenido esto; gracias a ellos todavía puedo decir que tengo trabajo.


—Y qué tanto habrá visto.

—Qué no he visto, dirá usted. He visto de todo. El teatro Blanquita, que daba funciones desde los miércoles. Era un gentío. Había muchos comercios. El Eje Central, que no era Eje Central, sino San Juan de Letrán, Aquiles Serdán, Niño Perdido, era en dos sentidos. En aquel entonces también pasaba el tranvía. Hoy ya no existe nada de eso.

—¿Es usted un nostálgico?

—En mi trabajo sí soy nostálgico; en otras cosas, no, porque se van y no regresan, mientras que en el trabajo siempre, siempre vas a recordar el primer día que empezaste y el primer sueldo que recibiste.

—Usted tiene clientes de años.

—Sí, claro, hay clientes, ya no digamos de años, hay clientes que vienen y decían: “Es que yo vine aquí porque mi abuelito me trajo”, “Yo vengo aquí porque yo llegué a con mi papá cuando estaba chico”.

***

Y entre sus clientes hay varios, la mayoría de buen humor, como Pastor Maya Osornio, de 90 años, con casi seis décadas de venir a comprar.

—¿Y a qué viene?

—Pues a comprar así cositas que necesitaba: hojas de afeitar, paraguas.

—Y además sin bastón.

—No, no, pura patineta—dice.

Y se adivina su carcajada tras la mascarilla.

También está Mario Ramón González, de 67 años, quien dice que trajo un paraguas alemán, herencia de su padre, a lo que Don Cuco salta de gusto al recordar la coincidencia sobre lo que dijo hace un instante en el sentido de que aquí también llegan descendientes de clientes.




En los estantes también hay lupas, descorchadores, calzadores, estuches de manicure y de pedicure, bastones que se convierten en paraguas o viceversa, espejos, pinzas para deshilar, cortaúñas, alicates “y mil cosas”, dice, mientras atestigua Rocío Ramírez, de 69 años, quien es clienta desde hace cuatro décadas, aunque ahora trajo a que afilaran alicatas de una amiga.

“Trabaja excelente el señor; hay confianza de que las ajusta y las deja muy bien, porque he ido a otros lugares, pero no me gusta”, comenta Ramírez, que viene de Ecatepec, Estado de México.

Y aquí está Don Cuco, quien desde los 16 años practica el oficio de arreglar paraguas y afilar y calibrar tijeras.

—Un bonito trabajo, ¿no?

—Sí, sí, —responde— mi trabajo es bonito, me gusta mi trabajo y el diálogo con los clientes. Y es que el comercio, el comercio no nada más es vender, el comercio es vivir el momento y recordar el ayer.





Humberto Ríos Navarrete

  • Humberto Ríos Navarrete
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