Llamamos amor a una variedad tan grande de sentimientos, a una gama tan extensa de emociones, que a duras penas conseguimos entendernos. Convendría precisar. Los griegos establecían una distinción para resolver ambigüedades que todavía hoy puede resultar esclarecedora. Eros representaba para los griegos el amor movido por el deseo, la pasión amorosa. Según Platón, “lo que no tenemos, lo que no somos, lo que nos falta, he aquí los objetos del deseo y del amor”. Es el amor que intenta poseer, basado en una carencia, insaciable. Un deseo urgente que se desvanece al satisfacerlo. Cuando consigue lo que anhela, quiere otra cosa y vuelve a sentir afán. Su lógica es tender siempre hacia lo que le falta y creer que le hace falta.
Existe también lo que los griegos llamaban filia. De esta variedad de amor se ocupó especialmente Aristóteles. Es el afecto, el aprecio por lo que no nos falta. Amar es alegrarse, escribió Aristóteles. Alegrarse por lo que se recibe y sentir cariño hacia la causa de esa alegría. Habitualmente se traduce filia por amistad, pero es una interpretación reductiva que trata de trasladar al griego nuestra dicotomía entre el amor y la amistad. Por el contrario, Aristóteles llama filia al amor entre padres e hijos y al amor entre los esposos. La verdadera diferencia es que ejercitamos la alegre filia cuando deseamos lo que hacemos, lo que somos y lo que tenemos. Significa aprender a gozar sin carencia previa, sin rechazar hastiados lo que logramos. Aristóteles aconsejaba practicar en todo la filia, o sea, ser pánfilos.