“¿Cuándo abrió una boca más grande el bolsillo de la avaricia?”, escribió el poeta Juvenal en el siglo II. Su época le parecía la más corrupta y la más ávida de la historia, pero sabía que tendría continuadores: “Esto mismo harán y desearán nuestros descendientes, no hay nada que la posteridad pueda añadir a nuestras costumbres”.
El principio de la carrera literaria de Juvenal coincidió con los últimos años del hispano Marcial. Fueron amigos. Los dos describieron la inverosímil opulencia de la que hacían alarde algunos ciudadanos acaudalados, y, a su lado, las miserias de muchos romanos que sufrían la carestía de la vida. Ambos asaltan al lector con preguntas a media voz sobre la sociedad de la que forman parte. El humor de Marcial era bromista, el de Juvenal, rabioso. Juvenal afirmaba que sus versos no nacían del talento, sino de la indignación. Tenía audacia y energía y no dejaba escapatoria a sus contemporáneos. Podemos imaginar cuántas veces se reunirían Marcial y Juvenal a tomar vino mezclado con miel o hierbas y afilar juntos los dardos de sus burlas. Habría valido la pena escuchar cómo ahondaban en los aspectos más escandalosos de la Roma imperial, pues supieron retratar como nadie un mundo cansado y neurótico.
Acertaron y volvemos a estar indignados. Aprendiendo de los maestros de la sátira, nos toca escoger bien la diana de cada arremetida. De la crítica debería emerger algo esperanzado y potencialmente constructivo. La indignación contra todo y contra todos se diluye en la inacción: hay que ir más allá del mero rezongar para intentar regenerar.
Irene Vallejo