Qué extraña pasión nos posee, qué hambre de ser famosos durante unos instantes, a cualquier precio y por cualquier motivo. Algunas personas llevan al peor extremo su apetito de publicidad. Son capaces de cualquier barbaridad gratuita por afán de aparecer en televisión, acumular seguidores en redes o destacar entre los más vistos en YouTube. Este fenómeno, como tantos otros que radiografían el mundo contemporáneo, recibe tratamiento de síndrome y ha sido bautizado con el nombre remoto de un griego: complejo de Eróstrato.
Eróstrato vivió hace 25 siglos en la ciudad de Éfeso, hoy Turquía y desde siempre puerta entre Oriente y Occidente. Un día de julio, de noche, se deslizó entre las sombras y prendió fuego al Artemisio, un templo que deslumbraba, el mayor edificio de mármol del mundo griego, una de las siete maravillas y seña de identidad para esa civilización. Con él ardió una estatua de la diosa Ártemis que se creía caída del cielo junto con el manuscrito depositado allí por Heráclito, el gran filósofo de la realidad que fluye. Cuando capturaron a Eróstrato, declaró que lo había hecho por amor a su propio nombre y para catapultarlo a la fama. Creía que por la destrucción del más bello de los edificios, su nombre sería conocido en el mundo entero. Las autoridades prohibieron bajo pena de muerte perpetuar el nombre del incendiario pero no consiguieron borrarlo de la historia. En nuestro mundo, Eróstrato es el patrón de quienes aspiran a ser conocidos aunque sea por no tener conocimiento y de todos los que persiguen la fama por el camino de la infamia.