Historia de la curiosidad

Ciudad de México /

Una de nuestras primeras emociones infantiles es el asombro. Tras la sorpresa maravillada, los niños desean entender ese mundo misterioso en el que empiezan a vivir, y pronto aprenden a preguntar: ¿por qué? Nunca dejarán de hacerlo: la curiosidad nos caracteriza como seres humanos. Sin embargo, en los mitos fundacionales y los cuentos de muchas culturas, la curiosidad trae desgracia. Se presenta como un defecto femenino: el inconformismo que empuja a Eva, Pandora o la mujer de Barbazul a desobedecer terribles prohibiciones, y desata el castigo.

En el Renacimiento cambiaron las tornas. Gracias a los avances de la navegación y a innovaciones como la imprenta o el telescopio, estalló un nuevo afán de conocer. En esa época nacieron los gabinetes de curiosidades donde ricos aficionados coleccionaban animales disecados, conchas, minerales, porcelanas o monedas. Esos objetos exóticos eran la estela visible de los logros científicos. Junto a la sombra oscura del expolio, albergaban destellos de mares atravesados y culturas deslumbrantes. Tras un largo camino histórico, el deseo de desafiar los límites y la sed de saber se convirtieron en condición de la modernidad. De forma nada inocente, la curiosidad dejó de ser un rasgo femenino para volverse universal, y así quedó legitimada. De acusación, se transformó en aspiración.

Irene Vallejo

  • Irene Vallejo
  • Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española.​ Por su libro El infinito en un junco​ recibió el Premio Nacional de Ensayo 2020 y el Premio Aragón 2021.​ Publica su columna Los Atltas de Pandora.
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