Somos habitantes de la espera. Vivimos ansiosos de que lleguen cambios, éxitos, el fin de semana, el próximo verano, una voz al teléfono, un enamoramiento. Las esperanzas, que nos impulsan cada día, pueden ser un don y una dificultad. Nos ayudan a avanzar, es cierto, pero también nos cargan de expectación y ansiedad; mantienen vivo el deseo, pero a cambio alimentan nuestra permanente insatisfacción.
Según una leyenda griega, todos los males estaban ocultos en una vasija sellada que los dioses confiaron a la primera mujer, Pandora, sin revelarle su contenido, advirtiéndole que no debía abrirla. Asediada por la curiosidad, ella destapó la vasija. De su interior salieron las enfermedades, la pobreza, los dolores, la soledad, el desengaño y la muerte. Las desgracias se esparcieron veloces por toda la Tierra y en el fondo de la tinaja solo quedó flotando la esperanza. Por eso decimos “abrir la caja de Pandora” cuando un acto, en apariencia inofensivo, tiene consecuencias enormes y catastróficas. Más allá de la misoginia latente, el mito es curioso en su ambigüedad: la esperanza es un mal, puesto que estaba en la vasija; pero a la vez un bien, ya que no escapó con las otras calamidades. Los griegos pensaban que nuestras ilusiones, aunque son tal vez engañosas, nos alegran la vida. Y es que, en el fondo, a todos nos gusta caer en el dulce señuelo de los sueños.