Oficio de ciudadano

Ciudad de México /
Alfredo San Juan

En un mundo obsesionado por el éxito, algunas voces proponen orillar las asignaturas culturales y humanísticas en los programas de estudios, considerándolas saberes superfluos, sin verdadera aplicación práctica a la vida.

Hay un recorrido histórico detrás de este debate. Las primeras civilizaciones educaban de manera radicalmente distinta a la aristocracia y al resto de la población. Los agricultores y artesanos se transmitían los conocimientos técnicos del trabajo. Solo los nobles, destinados al gobierno, podían permitirse practicar música, poesía y oratoria para brillar en la vida pública. Este reparto de papeles cambió cuando la democracia griega creó un nuevo oficio, hasta entonces inexistente: el oficio de ciudadano. A partir de ese momento, personas corrientes, sin poder ni linaje, empezaron a decidir la política de su ciudad, participando en las deliberaciones y haciendo rendir cuentas a sus dirigentes. Junto al saber práctico, necesitaban educar el pensamiento y la palabra. En un camino lento, con retrocesos, la escuela pública ha conseguido extender la filosofía, la literatura y la historia fuera de reductos minoritarios, ofreciendo a todos las herramientas con las que pensar el mundo y cuestionarlo. Porque, como sabían los griegos, si disminuye entre los ciudadanos el interés por cuestionar, lo sustituyen intereses cuestionables.


  • Irene Vallejo
  • Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española.​ Por su libro El infinito en un junco​ recibió el Premio Nacional de Ensayo 2020 y el Premio Aragón 2021.​ Publica su columna Los Atltas de Pandora.
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