Una poeta emigrante, la somalí Warsan Shire, escribió: “Debes entender que nadie embarca a un niño en un bote, a no ser que el agua sea más segura que la tierra firme”. Cuenta una leyenda griega que una joven mujer llamada Leto quedó encinta después de sus amores secretos con Zeus, el dios del trueno. En venganza, Hera, la celeste esposa engañada, prohibió a todos los lugares de la tierra acoger a Leto, condenándola a andar errante. En su huida, Leto, creyendo morir, recorrió una tras otras numerosas ciudades, pero ninguna quería ser el hogar de sus hijos Apolo y Artemis. Solo un islote sin nombre del mar Egeo, una roca flotante y estéril, tierra vagabunda como Leto, les ofreció refugio. Para premiar su hospitalidad, la isla recibió el nombre de Delos y quedó fijada al fondo del mar por cuatro columnas mágicas que la sostenían sólidamente, impidiendo que las corrientes la arrastrasen a la deriva. Además, sus tierras se volvieron fértiles y en adelante los griegos las consideraron sagradas.
Tal vez deberíamos recordar en estos días convulsos el antiguo mito que relata la aventura de la fugitiva y los dos niños salvados, que es también la historia del país que afianzó sus raíces gracias a la hospitalidad. Porque todavía hoy, como ya nos enseña la leyenda, la piedad y la acogida fortalecen nuestros cimientos e impiden que nuestros mares sean cementerios.